VIOLENCIA INSTITUCIONAL
Brutal ataque policial, con secuestro, torturas y una causa armada, a un joven
23/06/2022
Un joven paranaense denunció que policías lo secuestraron de su casa y lo trasladaron a un descampado donde lo golpearon salvajemente en la cara y en el cuerpo, lo colgaron de un árbol con una soga alrededor del cuello, hundieron su cabeza en una laguna y a punto estuvieron de empalarlo. La denuncia provino de la defensa pública y de la red de organismos de derechos humanos. Un juez dictó medidas de protección, pero el muchacho y su familia viven amenazados.
Juan Cruz Varela
De la Redacción de Página Judicial
La Policía suele hablar de casos aislados; acaso sea una interminable lista de casos aislados donde la violencia trae consigo escalofriantes similitudes con historias de violencia institucional de otras épocas.
Jonathan Exequiel Framulari tiene 31 años, acaba de salir de prisión, trabaja en una obra en construcción y vive en el Barrio El Sol, en una casa que comparte con su pareja y el hijo de ella, de 5 años.
El 1 de junio era un día más en ese tránsito para encarrilar su vida y dejar atrás un pasado difícil. O lo era hasta las once de la noche, cuando policías de la División Robos y Hurtos entraron a su casa a las patadas, lo sacaron de la cama en calzoncillos y medias, lo llevaron a un descampado y lo torturaron durante horas: lo golpearon salvajemente en la cara y en el cuerpo, lo colgaron de un árbol con una soga alrededor del cuello, hundieron su cabeza en una laguna y a punto estuvieron de empalarlo. Era ya la madrugada del día siguiente cuando los mismos verdugos lo dejaron en el Hospital San Martín y le armaron una causa por portación de armas.
En paralelo, su pareja deambuló toda la noche por distintas dependencias policiales. Lo encontró alrededor de las ocho de la mañana en la sala de cuidados intensivos y esposado a la cama; tenía el rostro desfigurado, los ojos hinchados, un diente menos en la boca y hematomas en todo el cuerpo.
Ahí mismo, en un pasillo del hospital, recibió también un mensaje:
–Ni se te ocurra hacer la denuncia –le dijo un policía a quien describió como alto, morocho, de pelo negro, celular negro y que vestía un chaleco negro, pantalón de jean y barbijo negro.
La joven denunció los apremios ilegales contra su pareja y se abrió una investigación que hasta el momento no tiene imputados, aunque sí algunos nombres apuntados. Lo hizo a instancias de las defensoras públicas Antonella Manfredi y Mariana Montefiori; y ahora sigue con el acompañamiento de la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación y del Comité Nacional para la Prevención de la Tortura.
El juez de garantías Ricardo Bonazzola impuso medidas de protección para ella, su hijo y su pareja por noventa días. Implican la prohibición de acercamiento y de realizar actos molestos, violentos, intimidatorios y perjudiciales por parte de los policías Carlos Schmunck, Franco Spessot, Ángel Palacios y Juan Francisco Altamirano y del médico policial Lautaro Martínez, que había revisado al joven tras la golpiza. Sin embargo, el hostigamiento y las amenazas explícitas no cesaron.
El magistrado también comunicó la situación al procurador general, Jorge García; a la Sala Penal del Superior Tribunal de Justicia (STJ); y a la ministra de Gobierno, Rosario Romero, para que tome conocimiento y disponga las medidas pertinentes.
La red de organismos de derechos humanos emitió un comunicado donde advirtieron que “estas prácticas no constituyen hechos aislados, representan una práctica represiva (y sistemática) inadmisible e incompatible” y agregaron que “las torturas impuestas en el cuerpo de Jonathan y el involucramiento de autoridades de la Policía provincial evidencian que nuestra fuerza de seguridad se entiende legitimada para llevar a cabo este tipo de prácticas, y eso se debe a la ausencia de una conducción política clara y contundente sobre el respeto irrestricto de los derechos humanos de todos y todas”.
Los dueños de la calle
Las expresiones de violencia policial son múltiples, tienen distintas intensidades y en los últimos años parecen haberse intensificado en la provincia de Entre Ríos.
El foco principal del hostigamiento son los varones jóvenes de los barrios populares y el abanico de prácticas incluye detenciones reiteradas e ilegales, amenazas, insultos, maltrato físico, robo o rotura de pertenencias; en algunos casos involucra formas de abuso físico y arbitrariedades, como el armado de causas. A veces el elemento extorsivo también está presente en estas interacciones.
Claro que por las características de estas prácticas, el registro sistemático del hostigamiento y la violencia policial es dificultoso.
De manera rudimentaria lo hacen los movimientos sociales y los organismos de derechos humanos, que han revelado una escalada de la violencia estatal y con un destinatario específico: “Durante la gestión de Gustavo Maslein como jefe de la fuerza, las violaciones a los derechos humanos cometidas por miembros de la Policía de Entre Ríos fueron acompañadas por un Poder Ejecutivo que promovió la violencia policial, y un accionar institucional que hizo caso omiso de la vigencia del Estado de Derecho”, dijeron el último 24 de marzo. El documento mencionó también los casos de gatillo fácil que tuvieron como víctimas a Gabriel Gusmán e Iván Pérez.
Del mismo modo lo advierte el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) en un informe sobre violencia y arbitrariedad policial en los barrios populares donde sostiene que “se trata de un problema que se agrava por la persistencia de normas que le otorgan facultades a las fuerzas de seguridad en forma vaga para detener a personas sin orden judicial y por fuera de los supuestos de flagrancia”, por ejemplo, para identificación o averiguación de antecedentes, contravenciones y faltas que no son delitos.
En este escenario, “el hostigamiento policial debe ser pensado en las fronteras porosas entre lo legal y lo ilegal, lo formal y lo informal”, dice el CELS. Es una forma de actualización del poder.
Abusos, golpizas, torturas
No es un policía, dicen los organismos de derechos humanos, es toda la institución. La historia de Jonathan Exequiel Framulari está atravesada por esas prácticas.
–Correte, conchuda, a vos te vamos a violar –gritaron los policías a la primera persona que se cruzaron ya dentro de la casa–. Correte, acá mandamos nosotros –le dijeron, por si acaso tuviera alguna duda, a la pareja de Exequiel, que había salido rápido de la cama apenas escuchó los gritos y los golpes a la puerta.
Eran entre quince y veinte policías, algunos de civil y otros con la campera que los identificaba en la precaria vivienda del barrio El Sol. Sin que todavía entendiera nada, la empujaron, tiraron un mueble, la mesa, la ropa y luego uno de los policías, al que describe como morocho, grande, gordito, de algo más de 30 años, de piel trigueña, la tiró hacia el otro lado de la cama.
–Pará que está el nene –le gritó ella, y entonces el mismo policía agarró al chico de un brazo y lo tiró contra la pared.
Inmediatamente, otro policía, el que parecía estar al mando de la patota, la tomó violentamente del pelo y la hizo arrodillar junto a la cama:
–A vos te vamos a violar entre todos, te vamos a hacer desaparecer, puta de mierda –volvió a decirle.
A partir de ese momento, la historia se bifurca en dos temporalidades que corren en paralelo: arrancaron a Exequiel de la cama y se lo llevaron a los golpes y empujones, así como estaba, en calzoncillos y medias.
Para la Policía, “identificar” a una persona significa establecer si tiene o no antecedentes. Podría ser un pedido de captura, algún otro impedimento legal o simplemente conflictos anteriores con la ley. Exequiel los tiene, pero no había en este caso ninguna orden para su detención.
Esa noche simplemente lo cargaron en una camioneta, le cubrieron la cara con un chaleco y siguieron golpeándolo. No le preguntaban nada. Solo le pegaban y le decían que no los mirara. Como los miraba, seguían pegándole.
Así durante el tiempo que duró el paseo hasta un descampado oscuro. Una vez allí, le ataron las manos, le colocaron una soga alrededor del cuello y continuaron golpeándolo en el rostro y en el cuerpo. Después lo colgaron de un árbol y el joven perdió el conocimiento. Reaccionó cuando sintió un chorro de agua caliente corriéndole por el cuerpo. Estaba en el suelo y boca arriba.
No alcanzó a reponerse porque enseguida lo arrastraron hasta una especie de laguna de agua estancada y le hicieron un submarino. Los policías hablaban entre ellos:
–…Se nos va a morir y todos saben que lo sacamos nosotros de la casa –alcanzó a escuchar en un momento en que le levantaron la cabeza para que pudiera respirar.
Pero no pararon. El joven volvió a perder el conocimiento cuando estaban por empalarlo. Cuando reaccionó tenía un policía encima suyo practicándole reanimación cardiopulmonar. Entonces lo subieron nuevamente a la camioneta y terminó en la División Antecedentes Personales, donde lo revisó un médico que, según dijo, se negó a asentar en el registro las evidencias de la golpiza:
–Mirá, pibe, acá somos todos familia –dice que le dijo.
Vivir con miedo
El ingreso de Exequiel al Hospital San Martín quedó registrado a las 2.05.
Su pareja lo encontró seis horas después y luego trajinar durante toda la noche por distintas dependencias policiales en las que todos decían no saber nada. El joven estaba en una sala de cuidados críticos y esposado a la cama.
La joven había salido de su casa casi detrás de los policías que se llevaron a Exequiel. Fue de la Comisaría Quinta a la División Antecedentes Personales; de allí a la alcaidía de tribunales y nuevamente la Comisaría Quinta. El nombre de Jonathan Exequiel Framulari no aparecía en ningún libro. Llegaron a decirle que si para las seis de la mañana no tenía noticias del joven debía reportarlo como desaparecido.
Recién tuvo un dato a las ocho de la mañana. Un policía le dijo que Framulari estaba en el hospital; que había sido detenido por la División Robos y Hurtos, a cargo del comisario inspector Carlos Schmunck, por el robo de una moto y que había tenido un accidente mientras intentaba escapar. Era absurdo y se lo dijo.
Exequiel pasó dos días internado. Pudo volver a trabajar; no así su pareja, que fue despedida a los pocos días. Sin embargo, sigue soportando un hostigamiento permanente –policías apostados frente a su trabajo “todos los putos santos días” y una amenaza explícita de que lo harían “desaparecer”–, sufre ataques de pánico, no sale solo a la calle y, cuando lo hace, camina mirando por el rabillo del ojo. “El daño psicológico no me lo va a sacar nadie”, dice. El miedo, por ahora, tampoco.