24 de MARZO

La isla maldita de la dictadura en el delta entrerriano

24/03/2021

En 1979, los militares trasladaron a secuestrados en la ESMA a una isla en el delta del Paraná para burlar la visita de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Cuarenta y pico de años después, la justicia recoge testimonios para apuntalar una investigación sobre los vuelos de la muerte y la búsqueda de personas desaparecidas.

La isla maldita de la dictadura en el delta entrerriano

Juan Cruz Varela
De la Redacción de Página Judicial

 

Sobre la costa se ve alguna canoa atada a un árbol; a lo lejos asoma una cabaña asentada en pilotes de madera y aparece un hombre entrado en canas, con el rostro curtido por el sol y los años, de andar cansino y con sus pantalones arrollados a las rodillas.

Es desconfiado y habla sin decir; entre cabildeos intentan convencerlo, darle seguridad y garantías pero el hombre dice que no quiere problemas; hasta que por fin accede:
–Ahora estoy ocupado, pero vengan en otro momento y puedo mostrarles dónde enterraron gente –lanza por fin.

Unas semanas después el hombre subió a un bote y guió la travesía hasta una isla en una zona de confluencia de canales, sobre el arroyo Chañá Mini, a novecientos metros del río Paraná Mini, en jurisdicción de la provincia de Buenos Aires.

Su testimonio, cuarenta años después, abre la puerta a una historia macabra. “Aquí se cometieron delitos de lesa humanidad durante el terrorismo de Estado”, dice una placa, visible desde el río, que señaliza el lugar. Al fondo se observa una casa grande de madera con varias habitaciones y techo de chapa que albergaba a los detenidos empleados como mano de obra esclava, y a pocos metros, otra casa más pequeña con el monte en sus espaldas. A diferencia de las construcciones del delta, los pilotes de madera sobre los que se levanta la edificación para quedar a salvo de las crecidas del río están tapados por paredes de ladrillo. Arriba vivían los militares; y entre los pilotes, en un sótano improvisado, los secuestrados.

Está igual que en aquel 1979, dice el hombre con parsimonia; la reconoce aunque la entrada al predio ya no tiene el cartel con el nombre de la quinta: El Silencio.

Tanta sangre que se llevó el río

Los habitantes del delta aseguran que pueden reconocer a cada vecino por el sonido de su lancha. Pero entre 1977 y 1979 el traqueteo nocturno de helicópteros verdes sin numeración rompía la monotonía habitual de los pobladores ribereños.

En esa zona, el río Paraná toma un color tabaco y se confunde con el cielo en su inmensidad. De a ratos aparecen lonjas de tierra, el camino se angosta y el agua deja paso a bosques tupidos de ceibos y sauces que conviven con otras especies de linaje subtropical; por momentos, la costa avanza sobre el agua y se abren arboledas vírgenes que embelesan a cualquier extraño. “Todos estaban espantados de la belleza de la tierra”, se lee en la bitácora de un navegante portugués que recorrió esa la zona hace cinco siglos.

De golpe el ancho río se convierte en un callejón que parece un charco y el agua apenas si ronronea contra la canoa guiada por un viejo agente de Prefectura que lleva décadas recorriendo esos ríos, riachos, lagunas y arroyos que componen el extenso humedal.

La punta del ovillo

En 2003, un policía que había prestado servicios en Villa Paranacito se presentó ante el juez de instrucción de Gualeguaychú, Eduardo García Jurado, para narrarle una historia que lo atormentaba. Una ex novia le había contado que cuando era chica asistió al entierro de un hombre joven que había sido arrojado desde el aire dentro de un tambor de doscientos litros. Tenía la cabeza afuera y el resto del cuerpo asegurado con cemento. “Unos vecinos se juntaron y decidieron darle cristiana sepultura. Me dijo que fue cerca de una escuela y que armaron una cruz y la pusieron. Lo enterraron así como estaba”, contó.

El testimonio pasó a la justicia federal y la historia deambuló por anaqueles judiciales sin que el juez de entonces, Guillermo Quadrini, ni la fiscal Milagros Squivo hicieran casi nada.

El periodista Fabián Magnotta tiró de la piola y recogió testimonios reveladores de isleños, pescadores, jornaleros, lancheros que revelaban la existencia de vuelos de la muerte en los insondables humedales del sur entrerriano durante la última dictadura cívico-militar y los volcó en el libro El lugar perfecto (2013).

El libro recoge testimonios de vecinos que recuerdan haber visto vuelos a distintas horas, de día o de madrugada; sin una frecuencia determinada, “a veces no aparecían en algunas semanas y después, en la semana, dos, tres veces, cuatro, cinco”, dijo uno de ellos; otro cuenta que “entre los años 1977 y 1978, durante el mundial de fútbol, fue la época donde los helicópteros pasaban con mayor asiduidad”. Otro isleño refiere que “pasaban los helicópteros verdes sin numeración; a distintas horas del día, por distintas partes, no siempre por la misma, y arrojaban bultos al agua. Era difícil saber lo que arrojaban, pero después se encontraban cuerpos maniatados”.

Un jornalero contó que en una ocasión vio cuatro cuerpos enganchados en la costa, al sur del río Paraná Bravo; “estaban atados”, dijo, y agregó que un compañero suyo quiso hacer la denuncia en el destacamento de Prefectura, pero le dijeron que si no eran familiares, que se callara la boca. “Los cuerpos quedaron varios días”, aseguró.

Otro testigo contó que una noche, mientras pescaba en el río Paraná Bravo, escuchó un motor que no supo distinguir si era un avión o un helicóptero, y al otro día, cuando salieron a recorrer el trasmallo, encontraron dos cuerpos colgados de los árboles.

El asesinato colectivo de prisioneros a través de los vuelos de la muerte, tal vez como ningún otro de los crímenes de la dictadura, estuvo pensado y planificado para no dejar rastros. Los prisioneros eran sacados de los centros clandestinos de detención en grupos, adormecidos, trasladados a Ezeiza o al Aeroparque, subidos a aviones y arrojados al mar.

Era el último eslabón de la cadena de la represión: el secuestro, la detención ilegal, la tortura, el asesinato y la desaparición del cuerpo. Por eso no hay testigos vivos de esos crímenes.

El libro de Magnotta y la llegada de Josefina Minatta como fiscal federal de Concepción del Uruguay reimpulsaron la investigación sobre los vuelos de la muerte en el deltoa entrerriano. La fiscal se dio una estrategia novedosa: aquel que haya visto algo es considerado testigo. “El objetivo es la búsqueda de restos, no estamos buscando responsables. Por eso se ha decidido que todo aquel que vio algo, incluido el personal de Prefectura, aporta como testigo más que como imputado de una posible complicidad”, resumió la abogada Lucía Tejera, querellante en representación de la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación.

Durante el año 2020, la fiscal Minatta recogió testimonios, se revisaron libros históricos y se recolectó documentación que permitiera reconstruir el contexto de la época; y entre febrero y marzo de 2021 se recorrieron unos doscientos kilómetros a través del río, guiados por un viejo agente de la Prefectura, junto con integrantes de la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación, del Registro Único de la Verdad, de la Dirección de Derechos Humanos de Gualeguaychú y del Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF). La investigación, ahora sí, parece orientada sobre un camino firme.

La ESMA en miniatura

La historia de El Silencio fue contada por Horacio Verbitsky en un libro en el que detalla los vínculos estrechos entre la iglesia y los militares. La isla fue vendida en 1979 a los represores de la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA), que firmaron la escritura con un documento falso, a nombre de Marcelo Camilo Hernández, un fotógrafo y laboratorista forzado en el centro clandestino de detención de la Armada a quien le habían dado la opción de salir del país en enero de 1979. “No hace falta una pericia caligráfica para advertir que su firma en la escritura no coincide con la del verdadero Hernández… Ni siquiera intenta parecerse”, asegura Verbitsky en el libro.

Según la escritura, el vendedor fue Emilio Teodoro Grasselli, secretario del vicariato general castrense, quien se la había adquirido en 1975 al administrador de la curia de Buenos Aires, Antonio Arbelaiz, fallecido unos años antes.

Verbitsky rastreó cómo se hizo la transferencia del predio donde cada año los seminaristas celebraban su graduación, invitados por Arbelaiz, y que era lugar de descanso del ex cardenal Juan Carlos Aramburu. En 1980, los militares vendieron el terreno a Mario Pablo Verrone, integrante de la firma Lande SA, de importación y exportación, que la retiene hasta hoy. Pagaron 35.000 dólares y el vendedor fue nuevamente alguien que se hizo pasar por Hernández, aunque en su nombre intervino un tal “señor Ríos”, que era el apodo que utilizaba Jorge Radice, el responsable de los negocios inmobiliarios de la ESMA.

Así consiguieron el lugar que necesitaban para alojar a los prisioneros de la ESMA mientras durara la inspección de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), entre septiembre y octubre de 1979.

Hacia finales de la década del setenta, la CIDH había recibido más de mil denuncias de familiares de personas desaparecidas y en septiembre de 1979 decidió enviar una delegación a Buenos Aires para investigar. Los comisionados del organismo llegaron al país el mismo día que la selección juvenil se consagró campeona del mundo y durante un mes recogieron testimonios, objetos y documentación que volcaron en un informe en el que revelaron que “por acción de las autoridades públicas y sus agentes, en la República Argentina se cometieron durante el período a que se contrae este informe (1975 a 1979) numerosas y graves violaciones a los derechos humanos”.

La dictadura, en tanto, hizo todo lo posible por ocultar la maquinaria de terror y, entre otras acciones, ordenó vaciar la ESMA y modificó su arquitectura para que los comisionados no reconocieran el lugar donde se torturaba a los secuestrados.

Durante un mes, El Silencio funcionó como una especie de anexo de ESMA: los que estaban “tabicados”, siguieron así en la isla; y lo mismo aquellos que trabajaban como mano de obra esclava y sin capucha. En la casa grande estaban los miembros del grupo de tareas y un grupo de secuestrados que eran obligados a realizar diferentes trabajos; en la casa chica había otro grupo de prisioneros hacinados en el subsuelo –una “habitación” de techo bajo, sin baño, luz ni ventilación, llena de bichos–, muertos de frío, atados, encapuchados y en silencio absoluto; y en la habitación de arriba dormían los suboficiales de más bajo rango que hacían guardia.

Allí permaneció un número indeterminado de detenidos-desaparecidos, entre ellos, Enrique Néstor Ardeti, militante peronista e integrante de la CGT de los Argentinos, nacido en Gualeguaychú. Quito, como le decían, tenía una larga historia de militancia durante la resistencia peronista: en 1959 protagonizó una gran huelga en el astillero de La Plata y fue despedido. Luego trabajó en el Frigorífico Swift, en Armour, en Propulsora Siderúrgica y en YPF. De tanto en tanto alguien reflotaba sus antecedentes como impulsor de la gran huelga en los astilleros y volvían a cesantearlo.

Durante la resistencia peronista, fue comerciante, electricista, se integró a las Fuerzas Armadas Peronistas (FAP), participó de los preparativos de apoyo a la guerrilla de Jorge Ricardo Masetti que se instaló en Salta en 1964 y de la experiencia de Taco Ralo en 1968. El 6 de agosto de 1979, un grupo de tareas lo secuestró en el lugar donde trabajaba en ese momento, en Florencio Varela, y sobrevivientes lo vieron en la ESMA hasta finales de 1980.

El 24 de octubre de 1979, el día de su cumpleaños, Ardeti le hizo llegar un poema a Víctor Basterra, un ex obrero gráfico que, tras ser liberado, hizo conocer una copia extra de las fotos de los desaparecidos que sacó en la ESMA para los militares:

«Levanto esta copa de vino, amigo
vino del bueno y bien fresco
como esta amistad que hoy se construye.
Brindo por vos y por mí
por nosotros
y por todos
habitantes del silencio, de la espera
de la eternidad del tiempo
y brindo por un próximo amanecer
de colores nuevos, de renovada ternura
de alegrías inagotables
y extiendo mis brazos, para
confundirme con vos
en este abrazo imaginario»

La información recogida en las tres travesías que realizaron los investigadores por el delta muestra la dimensión de un lugar posible para no encontrar nada, ya sea por la acción del agua, por la inmensidad de las islas, por las constantes sudestadas; pero las expectativas son enormes y movilizan a quienes por allí anduvieron.

Los testimonios desgarradores de cuerpos flotando, envueltos en mantas militares, atascados sobre la costa y bajando por el río interpelan a los investigadores. “Se han localizado restos en enterramientos clandestinos en tierra firme, en cementerios, en lugares que funcionaron como centros clandestinos de detención o en quintas privadas de militares. Aquí solo hay agua, arroyos, tierra húmeda, islas desiertas y pobladores llenos de temores por lo que pudiera pasarles si contaran lo que vieron hace cuarenta años. Pero no tenemos dudas de que existieron vuelos de la muerte en el delta y eso nos motiva para seguir investigando”, resaltó la abogada Tejera.

El viejo isleño mostró los lugares de donde provenían gritos desgarradores que escuchó hace tantos años y señaló algunos sitios donde podría haber enterramientos clandestinos. La sola posibilidad de realizar una búsqueda en ese lugar parece casi imposible, pero es un camino hacia la reconstrucción histórica, un paso más en la búsqueda de memoria, verdad y justicia.