Paraná, la ciudad que espera al nieto 122

02/05/2017

Juan Cruz Varela De la Redacción de Página Judicial –No la busque más. La respuesta fue más hiriente que sorpresiva para los oídos del coronel Manuel García. Iris Nélida García, la hija del coronel, y su esposo Enrique Bustamante, Lobo, ambos militantes de Montoneros en las villas de Barracas, habían sido secuestrados cuatro meses antes,


Juan Cruz Varela
De la Redacción de Página Judicial


–No la busque más.

La respuesta fue más hiriente que sorpresiva para los oídos del coronel Manuel García.

Iris Nélida García, la hija del coronel, y su esposo Enrique Bustamante, Lobo, ambos militantes de Montoneros en las villas de Barracas, habían sido secuestrados cuatro meses antes, el 31 de enero de 1977, por una patota de la Policía Federal de una pensión en el barrio de Monserrat y trasladados al centro clandestino de detención Club Atlético. Ella estaba cursando el tercer mes de embarazo.

El coronel García había hablado unos días antes por teléfono con Suzuki, como le decían a Iris, pero después de ese contacto ya no tuvo elementos para suponer que estuviera escondida e intuyó lo que podía haberle pasado.

Su padre sabía que ella militaba y estaba orgulloso de su compromiso social y político, “que había adquirido con un grupo que estaba compuesto, especialmente, por compañeros de la Universidad Católica Argentina, donde cursaba Sociología”, contaría hace unos meses, en el tercer juicio a represores de la ESMA, entre ellos a quien trasladó a su hija para dar a luz en ese centro clandestino de detención en julio de 1977.

Aunque se había retirado hacía unos cuantos años, el coronel García apeló a los contactos que todavía tenía dentro del Ejército para averiguar de su hija. “No tuve ninguna contestación; ni positiva ni negativa, ninguna contestación. Ante mi buena predisposición para lograr la verdad, siempre encontré un rebote. La contestación era: no hay antecedentes, no hay nada”, contó en aquella declaración judicial. “Nunca pude obtener una información que me permitiera deducir que mi hija estuviera muerta o viva”, acotó.

Así fue hasta que dio con el coronel Manuel Alejandro Morelli, jefe de la terrorífica Superintendencia de Seguridad Federal de la Policía o, simplemente, Coordinación Federal. Si alguien sabía, o podía averiguar, dónde estaba Suzuki, Tita, Pajarito o Gallega –como también le decían–, ese era Morelli. Lo sabía porque era el jefe máximo de la patota que secuestró a la pareja y lo sabía porque su cuñado, el sacerdote Christian von Wernich recorría los campos de concentración de la Policía Bonaerense extrayendo información a los presos políticos.

Pero ese día de mayo, cuando estuvieron frente a frente en su oficina en el edificio ubicado en la calle Moreno 1417 de Capital Federal, Morelli le soltó a García esa frase lacónica:
–No la busque más –le dijo, a secas.

Morelli era paranaense –su familia tenía miles de hectáreas de campo en la provincia– y es uno de tantos represores alcanzados por eso que se llama impunidad biológica: murió imprevistamente el 11 de diciembre de 1979. Estaba casado con Susana von Wernich, de quien dicen que era la más bella de las hermanas del cura represor. Era amigo íntimo de Ramón Camps, un militar con aires mesiánicos que fue jefe de la Policía Bonaerense durante la dictadura y quien propuso a Christian von Wernich –cuñado de Morelli– como capellán general de la fuerza durante la represión ilegal.

Como jefe de la Superintendencia de Seguridad Federal, Morelli fue el ideólogo de la Masacre de Fátima, uno de los crímenes más crueles y aberrantes de la dictadura: el 20 de agosto de 1976, treinta personas que estaban detenidas ilegalmente en el edificio de Coordinación, como le decían, fueron trasladadas hasta un descampado en Pilar, ejecutadas de un disparo en la cabeza y sus cuerpos apilados y detonados con un artefacto explosivo que esparció los cadáveres en un radio de treinta metros.

El edificio donde funcionó el centro clandestino de detención, tortura y exterminio Club Atlético tuvo la particularidad de haber quedado literalmente enterrado bajo la traza de la autopista 25 de Mayo, en la ciudad de Buenos Aires, y fue demolido a fines de la década del setenta. Funcionó como tal hasta diciembre de 1977. Antes había sido una especie de almacén de suministros de la Policía Federal.

Se presume que Iris todavía no había dado a luz cuando su padre se entrevistó con Morelli.

Ana María Careaga estuvo secuestrada en el Club Atlético y contó que Lobita y Lobo estuvieron allí; aseguró que ella estaba embarazada y que permaneció en ese lugar hasta que la trasladaron a la ESMA para parir; después ya no volvieron a verla.

Sara Solarz de Osatinsky, testigo clave del plan sistemático de apropiación de bebés durante la dictadura, estuvo con ella en la ESMA: “Venía de Coordinación Federal, la vi en Capucha porque no había condiciones especiales para las embarazadas hasta que las pasaron a la pieza de las embarazadas, en la que Tita no estuvo. La dejaban caminar y tenía los pies hinchados. El nombre de Tita no lo recuerdo, pero una vez que tuvo familia, creo que varón, la trasladaron inmediatamente; y no vi la criatura porque no existía la pieza”.

No fue sencillo reconstruir que aquella Tita de la ESMA era la misma Lobita del Club Atlético. De hecho, en 2004, la Conadi comenzó a trabajar el caso como dos embarazos diferentes. Ayudó a unir la historia el testimonio de una sobreviviente y compañera de militancia de la pareja, quien los pudo identificar y orientó la búsqueda de su hijo.

Ese hijo tiene hoy 39 años, dos hijos propios y vive en Córdoba. Cuando referentes de la filial de Abuelas de Plaza de Mayo se aproximaron a él con la noticia, accedió voluntariamente a realizarse el análisis genético. Ahora se sabe que es el hijo de Iris y Enrique y que fue apropiado por un militar de la Marina. Por estos días, está en proceso de recuperar su identidad, pidió reserva y que se respeten sus tiempos para tomar contacto con su familia de sangre, según contaron las Abuelas de Plaza de Mayo en conferencia de prensa.

En Paraná, lo esperan sus tíos –hermanos de su madre– y primos; también su abuelo, Manuel García, que a los 92 años podrá abrazar al hijo de Suzuki.