Erbetta, monaguillo de Tortolo y desaparecido en los cuarteles

11/11/2014

Juan Cruz Varela Los hechos pasados casi siempre se reconstruyen a través del discurso. Si esto es así, entonces, la memoria, y especialmente la memoria colectiva, resulta un factor determinante para la reelaboración de ese pasado. El destino de Victorio José Ramón Erbetta, Coco, y los desaparecidos de la dictadura es un doloroso interrogante que


Juan Cruz Varela

Los hechos pasados casi siempre se reconstruyen a través del discurso. Si esto es así, entonces, la memoria, y especialmente la memoria colectiva, resulta un factor determinante para la reelaboración de ese pasado.

El destino de Victorio José Ramón Erbetta, Coco, y los desaparecidos de la dictadura es un doloroso interrogante que arrastra la historia argentina reciente.

Joe era suboficial del Ejército y estaba de guardia en la barrera de ingreso a los cuarteles cuando una patota de la Policía Federal se llevaba su hermano de la Facultad de Ingeniería Electromecánica, en calle Urquiza, entre La Rioja y Ferré. Era la nochecita del 13 de agosto de 1976. En el mismo momento, militares allanaban la casa de su madre. Revolvieron todo para llevarse un cuadernito con algunos nombres. Pero volvieron al otro día y rompieron el patio en busca de armas que, por supuesto, no había.

La historia de Joe es la de alguien que debió enfrentar el pacto de silencio de los militares de la última dictadura y que tuvo que convivir sin poder alzar la voz, amenazado y perseguido, con el dolor de saber a su hermano desaparecido. Desde su puesto vio llegar a personas encapuchadas a bordo de automóviles no identificables que conducían agentes de inteligencia. Hoy lo denuncia y pide justicia.

“Quisiera que el policía federal (Cosme Ignacio Marino Demonte) y el abogado (Jorge Humberto Appiani) nos digan dónde están los restos de mi hermano; mi madre, de 82 años, quiere darle cristiana sepultura; que nos devuelvan los restos de mi hermano”, les pidió ayer a quienes están acusados por el secuestro de Coco, en su declaración en el juicio escrito por crímenes de lesa humanidad en la denominada Área Paraná.

Secuestro a la vista de tantos

La crónica de aquel día dice que quedaban unos pocos estudiantes conversando en la cantina cuando tres personas ingresaron por calle La Rioja y se dirigieron rápidamente al Vicedecanato. Habrán sido las ocho de la noche. Los tres eran policías federales y uno de ellos fue reconocido como Cosme Ignacio Marino Demonte.

En la oficina se entrevistaron con el ingeniero Carlos Demiryi, secretario académico de la facultad, y pidieron por Erbetta. La secretaria Marta Escalada salió a buscarlo y, tras preguntar a varios estudiantes, lo encontró en la cantina.

Una vez en el despacho, Erbetta fue puesto contra la pared y palpado de armas, ante la mirada inerte de Demiryi y la impotencia de un compañero, que observaba la escena a través de las rendijas que dejaba la puerta entreabierta.

–¿Qué es lo que está pasando? –alcanzó a preguntarle Demiryi a Demonte, inquieto por el tenor del procedimiento.
–Le tomamos una declaración y después lo soltamos –intentó tranquilizarlo el policía.

A Erbetta se lo llevaron en un patrullero que esperaba en la puerta de la facultad. Pasó la noche en la Delegación Paraná de la Policía Federal y al día siguiente fue trasladado al Escuadrón de Comunicaciones del Ejército.

“A eso lo supe por un amigo de apellido Feruglio, un sargento ayudante que trabajaba en el área de inteligencia en el Comando, y me contó que su nombre había sido agregado en una lista de detenidos que ellos confeccionaban”, reseñó Joe sobre el derrotero de Coco en esos primeros momentos.

Del Comando a la Iglesia

Su madre, María Cristina Portillo, hizo averiguaciones ante la Policía Federal y provincial, fue al Comando y llegó a entrevistarse con el teniente coronel Carlos Horacio Zapata, que estaba a cargo del consejo de guerra. Como única respuesta le dijo que no podía darle ninguna información, sin confirmar ni negar que su hijo estuviera “detenido”.

La primera información la recibió varios días después del secuestro. El sacerdote Julio Metz la llamó para decirle que había estado con Coco en los cuarteles y que le mandaba a decir que se contactara con monseñor Adolfo Tortolo, arzobispo y vicario castrense.

Erbetta conocía a Tortolo porque había iniciado su militancia en grupos de Acción Católica, cuando todavía estaba en la escuela secundaria. “Lo llamaba ‘Victorio’ y hasta lo llevó como monaguillo a la Catedral”, apuntó Joe.

Pero Tortolo le dio la espalda. “Mi madre fue a verlo dos o tres veces y nunca quiso recibirla”, recordó el hermano militar de Coco.

“Un día, estando yo de descanso en mi casa, llegó un hermano de Feruglio con otro compañero para decirme que a Coco lo habían tachado de la lista y que eso significaba que lo habían matado”, recordó Joe.

Varios días después el propio jefe de la represión, Juan Carlos Trimarco, lo convocó a su despacho:

–Me enteré de que ha estado muy insistente averiguando sobre su hermano. Su hermano es un terrorista. No quiero saber más que lo está buscando –le dijo.

Para que le quedara claro el mensaje, Trimarco tomó una pistola que tenía en su escritorio, se la apoyó en la cabeza y le dijo:

–Si no me entiende, esto es para usted.

Al día siguiente, Trimarco convocó a Ulises Chort, que era jefe del distrito militar y a quien se reportaba Erbetta, para ordenarle que lo controlara de cerca. “Chort me pidió que sea prudente y que le dijera lo que hacía y dónde iba mientras él estuviera en los cuarteles”, apuntó Erbetta. “Chort tuvo siempre una buena actitud; fue un gran protector”, admitió.

El mismo Chort le refirió que tenía cruces permanentes con Trimarco y llegó a comentarle “que no estaba de acuerdo con las cosas que estaban pasando, que pasaban cosas raras, sobre todo en Hospital Militar”. En el juicio por robo de bebés, había señalado “que ingresaban mujeres a tener familia y que luego las mujeres desaparecían y los hijos tenían destino desconocido”, también a partir de dichos de Chort.

La fuga que no fue

Ex detenidos políticos han declarado que Erbetta fue torturado hasta la muerte en los calabozos del Escuadrón de Comunicaciones.

El 24 de agosto, cerca de las nueve de la noche, tres detenidos dijeron haber sido sacados de los calabozos con los ojos vendados con cinta plástica y las manos atadas con alambres. Luis Alberto D’Elía e Hipólito Luis Muñoz fueron subidos en un furgón que conducía Emilio Romero, un oficial de la Policía Federal, según él mismo lo reconoció ante la instrucción militar; mientras que Julia Raquel Leones fue cargada en un Ford Falcon con otra persona que podría ser Erbetta y al mando de Osvaldo Luis Conde.

Los secuestrados refieren que dieron vueltas durante varios minutos y Julia cuenta que en un momento, la persona que iba a su lado (¿Erbetta?) cayó del vehículo (ver adjunto).

–Se escapa, se escapa –les escuchó decir a sus verdugos, mientras disparaban.

Conde, en su declaración ante la instrucción militar, sostuvo que “transportaba” a Erbetta en un Ford Falcon de la Policía Federal “con otros detenidos para su debida identificación” y “aprovechando una maniobra en el auto que era conducido, logra fugar, desapareciendo en la zona”. Sugirió además que Erbetta pudo haber recibido ayuda para su huida porque “el vehículo que obliga a realizar la maniobra brusca y con ello permitir o favorecer la fuga de Erbetta estaría de acuerdo para una acción de fuga” (sic).

El cinismo del procedimiento militar, y del propio Conde, va más allá cuando explica las condiciones en que se realizaba el supuesto traslado: “Se realizó conforme a las disposiciones vigentes, es decir, los trasladados, como única medida de seguridad, llevaban esposadas sus manos adelante en razón de tener que ir sentados, y conforme a las órdenes impartidas por el comandante de la Segunda Brigada de Caballería Blindada (Trimarco) debía evitarse cualquier procedimiento o acto que fuera inhumano o que afectara física o psíquicamente a los detenidos”. En su fantasía tampoco iban encapuchados.

Victorio Erbetta, al día de hoy, permanece desaparecido.

Riolo, un médico entre los gritos y el silencio

En la audiencia de ayer declaró también el médico Guillermo Riolo, ex secretario de Salud de la provincia a partir de 1999, quien se desempeñó como médico del Servicio Penitenciario en tiempos de la represión ilegal, al igual que Hugo Moyano y otros profesionales.

En su declaración ante el juez Leandro Ríos, contó detalladamente cómo era el organigrama que había en las cárceles de Paraná para la atención de los internos (presos políticos y presos comunes) y que “había un jefe médico, que se iba alternando, pero generalmente era (Armando) Bernardis”. Además, explicó que “la atención era a requerimiento y se atendía a todos los que se anotaban para ir al consultorio” y acotó que “había un libro de atención donde se consignaba la fecha, el diagnóstico y el tratamiento para cada uno”.

Riolo admitió que pudo constatar golpes en algunos detenidos, pero que no percibió signos de torturas, salvo el caso de María Eugenia Saint Girons, a quien otro médico, Bernardis, le notó “lesiones frescas y evidentes” de que había sido torturada. En su caso, dijo, convinieron “en que quedara todo asentado”, aunque admitió los riesgos que implicaría hacer la denuncia del caso.

También contó que Rosario Badano y Ana María Jaureguiberry, dos ex detenidas políticas, lo llamaron para despedirse cuando les anunciaron que serían liberadas, y le dijeron que mientras duró su cautiverio “las sacaban de noche y las llevaban a un lugar cerca de la Base Aérea, y que allí creyeron reconocer la voz de Moyano”.

Además, Riolo denunció haber sido amenazado por el director de la cárcel, José Anselmo Appelhans, y por un agente de inteligencia, Benjamín Cristoforetti, porque sospechaban que tenía una connivencia con los detenidos políticos. Eso le costó que le enviaran en forma anónima una corona de flores a su casa, que se parara Ford Falcon frente al domicilio y hasta que su hija fuera intimidada desde un automóvil a la salida del colegio.

“Appelhans era un hombre que no se condecía con mis principios, desconfiaba de todos, desconfiaba de nuestra actividad”, dijo Riolo, que recordó que un día el director de la cárcel se presentó en el Hospital San Martín con dos custodios y a punto estuvo de llevárselo detenido.

Sin embargo, su rol aparece como ambiguo. Algunos ex detenidos políticos aseguran que nunca asentó en los registros que llevaba el estado en que regresaban luego de las torturas. “No sé si informó verbalmente, pero por escrito nunca me enteré de que existiera nada”, contó uno de ellos en una entrevista. “Admito que en esa época, si no tenía nada que ver, haya tenido el mismo miedo que tenían muchos argentinos. Pero después que vino la democracia, hubo muchas instituciones que necesitaron de datos. Entonces los médicos, que vieron atrocidades dentro de la cárcel, ¿aportaron sus datos?”, sentenció.

Fuente: El Diario.