Conmovedores testimonios en el juicio por delitos de la dictadura

01/11/2014

Juan Cruz Varela Las declaraciones de los ex presos políticos, como también las de familiares de los desaparecidos de la dictadura, constituyen un medio de prueba fundamental en las investigaciones por crímenes de lesa humanidad. Los sobrevivientes son a veces la única prueba disponible, ante la destrucción u ocultamiento de documentos sobre las violaciones a


Juan Cruz Varela

Las declaraciones de los ex presos políticos, como también las de familiares de los desaparecidos de la dictadura, constituyen un medio de prueba fundamental en las investigaciones por crímenes de lesa humanidad.

Los sobrevivientes son a veces la única prueba disponible, ante la destrucción u ocultamiento de documentos sobre las violaciones a los derechos humanos.

No han sido pocos los escollos que hubo que sortear para llegar a la verdad y a la justicia. A los años de dictadura, donde los riesgos se vivían diariamente tratando de averiguar qué había pasado con los desaparecidos, deben sumarse las trabas que surgieron en democracia.

Sin embargo, la búsqueda de la verdad sobre lo ocurrido con los desaparecidos ha sido sostenida por sus familiares, compañeros y organismos de derechos humanos a través de sus propias investigaciones y mecanismos de resistencia.

Clarisa Sobko lleva muchos años tratando de reconstruir la verdad sobre lo que pasó con su padre, Pedro Miguel Sobko. “Las preguntas más trascendentes de mi vida eran para saber quién había secuestrado y desaparecido a mi papá; y recién cuando supe que (el policía federal, Cosme) Demonte estaba preso pude tener el primer sueño lindo con mi viejo”, dijo ayer, en su declaración en el juicio escrito por la denominada megacausa Área Paraná.

Reconstruir la historia

Clarisa logró reconstruir, a partir de distintos testimonios, que a su padre lo secuestraron bien temprano el 2 de mayo de 1977, cuando fue hasta la casa que alquilaba en calle Bolivia, en el corazón del barrio San Agustín.

Un grupo de personas vestidas de civil, pero que serían policías provinciales, lo estaban esperando dentro de la casa, lo detuvieron e inmediatamente lo habrían llevado hasta la Comisaría Sexta, para luego entregárselo a la Policía Federal. Así lo refiere Rafael Ramón Montiel, un policía que admitió haber participado del procedimiento.

Lo siguiente que se sabe es que Sobko, militante del PRT-ERP, fue trasladado esposado en el baúl de un auto hacia un destino no determinado. Cuando el vehículo circulaba por calle La Paz, a punto de llegar a la intersección con Avenida Ramírez, el baúl se abrió y Sobko salió corriendo, cruzó la avenida e ingresó a un baldío, intentando una fuga. Los captores salieron detrás suyo, lo alcanzaron y uno de ellos, que fue identificado como Cosme Ignacio Marino Demonte, le efectuó varios disparos.

Demonte (foto) era en ese momento oficial de la Policía Federal. Al año siguiente sería incorporado como personal civil de inteligencia del Batallón 601 y, ya retirado de la fuerza, se convirtió en agente de una empresa de seguridad privada de Paraná. En el juicio está acusado del homicidio de Sobko y también del secuestro de Victorio Coco Erbetta.

Sobko fue trasladado enseguida al Hospital Militar, ingresado al quirófano por un policía de apellido Retamar y se presume que habría fallecido unas horas después.

Una empleada del laboratorio declaró que en una oportunidad debió atender una cirugía a un NN, contó que buscó los elementos para extraer sangre a fin de establecer el RH y grupo, y que un médico intentó impedírselo:

–No hay necesidad de eso porque dentro de un rato se muere –le espetó Juan Antonio Zaccaría, que era jefe de terapia intensiva.

La pista se pierde en el cementerio municipal de Paraná. En los registros consta el enterramiento de una persona NN, fallecida de “muerte violenta” y cuyo certificado de defunción estaba firmado por el médico Jorge Horacio Capellino, procesado por delitos de lesa humanidad. Pero no se pudo constatar que fuera Pedro Sobko.

Los hechos narrados por Clarisa se robustecen en los dichos de varias personas que le fueron aportando datos con el correr de los años, y su propio testimonio impacta, entonces, por esa estructura que recubre al relato.

Certezas, dudas e incertidumbre

Clarisa destacó el trabajo en la búsqueda de memoria, verdad y justicia durante tantos años. Tenía seis meses cuando su padre fue desaparecido y poco más de un año cuando perdió a su madre, también desaparecida.

Conocía el testimonio de la persona a la que su padre le había alquilado la casa del barrio San Agustín bajo el nombre de Adolfo Smith. Este hombre dijo que Demonte se le presentó para pedirle la llave de la vivienda, luego fue a devolvérsela y terminó agradeciéndole “la colaboración” para la detención de Sobko.

Pero destacó que recién en 2005 pudo empezar a echar luz sobre lo que había ocurrido, a partir de que un docente paranaense se presentó espontáneamente en el Registro Único de la Verdad para contarle que había sido testigo del homicidio y señaló a Demonte como el ejecutor. “Fue la primera vez que accedimos a saber quién le había efectuado los disparos”, recordó Clarisa.

La maraña siguió desovillando y al año siguiente, para el aniversario del hecho, la agrupación Hijos Regional Paraná hizo una actividad en las inmediaciones de donde había sido ejecutado Sobko, repartiendo volantes con una foto suya y la descripción del hecho, y varios vecinos se acercaron a contar lo que sabían. “Una señora relató que había visto el hecho con su padre y que éste le dijo luego que la persona que había disparado era un policía que vivía en calle Don Bosco”, recordó Clarisa, que luego pudo determinar de quién se trataba. “Demonte es uno de los que actuó; los otros están muertos o fuera del proceso”, se lamentó enseguida.

Hoy Clarisa tiene algunas certezas, muchas dudas y una incertidumbre lacerante: “Yo creo que mi viejo está en el cementerio de Paraná, pero hasta que no encontremos sus restos no puedo descartar ninguna línea”, sentenció.

Un llamado de atención

Clarisa, como querellante en la causa, además de ratificar su declaración anterior, debía enfrentar también la “absolución de posiciones”, un instrumento previsto en el antiguo sistema penal que consiste en responder a las afirmaciones que realiza una de las partes, en este caso Demonte, por verdadero o falso y, eventualmente, hacer aclaraciones.

Después de analizar el pliego de posiciones presentado por Guillermo Retamar, defensor de Demonte, el juez Ríos decidió no hacer lugar a la medida –tal como habían solicitado los fiscales y querellantes– por la impertinencia de las aseveraciones.

El magistrado fue inclusive más allá y, a pedido del querellante Marcelo Boeykens, también le hizo un llamado de atención a Retamar “para que se atenga al objeto principal del proceso”, a la vez que le advirtió que su postura podría “afectar el magisterio de la defensa que ejerce” y eso dar lugar a planteos de nulidad por “defensa defectuosa”.

La violencia sexual de la represión

Las violaciones, abusos sexuales y vejaciones también fueron una práctica sistemática dentro del esquema represivo. Fueron parte de la tortura o, mejor dicho, otro tipo de tortura contra quienes se encontraban alojados en los centros clandestinos de detención.

Beatriz Pfeiffer, una sobreviviente de la dictadura, contó detalladamente las perversiones que sufrió a sus 19 años, luego de ser secuestrada en Concordia, el 25 de febrero de 1977, junto con María Luz Piérola, que le había dado refugio en su casa.

En su relato surgieron algunos detalles, de esos que navegan en la profundidad de la memoria esperando a que alguien pregunte por ellos y puedan ser rescatados. Delante del juez, Beatriz cerraba los ojos y volvía todo el tiempo a ese lugar terrible donde aparecía Ramiro o Cacho, esa voz ronca, sin rostro, a la que varios detenidos describen en la tortura.

–A Ramiro nunca lo vi, pero lo puedo describir con mucho detalle por las veces que lo tuve encima: era una persona semicorpulenta, no muy alta, pesada; con una voz muy característica, entre ronca y metálica –lo describió ayer ante el juez Ríos.

Beatriz fue interrogada bajo torturas, golpeada y sometida a un simulacro de fusilamiento en un lugar dentro del Regimiento de Concordia que sería el Donovan Polo Club, de acuerdo a lo declarado días atrás por María Luz Piérola.

Allí fue violada por Ramiro.

Al lado suyo, dentro de la misma habitación, la patota también se ensañaba con José Luis Uranga, que fue torturado y vejado simultáneamente con Beatriz. “Era muy dura la tortura y muchas veces deseamos morirnos para que se acabara; pero escuchar a un compañero, era durísimo”, aseguró.

Al día siguiente fue trasladada a Paraná, primero debajo de María Luz en el asiento trasero de un automóvil, y luego en el baúl. También Uranga iba en el vehículo.

Las torturas y vejaciones se repitieron en una casa operativa que los militares utilizaban para torturar en Lebensohn y Don Uva, cerca de los cuarteles.

Allí vio a Emilio Osvaldo Feresín, “en muy mal estado, recuperándose de una tortura feroz”, y fue testigo de una discusión entre integrantes de dos grupos de tareas que se disputaban a Feresín. Ella lo vio con vida y se sabe que luego fue trasladado a Santa Fe donde fue desaparecido. “Evidentemente a nosotros nos tenía la misma patota, gente de inteligencia que trabajaba en Paraná y en Santa Fe”, señaló.

Luego fueron trasladadas, Beatriz y María Luz, al Escuadrón de Comunicaciones. “Ahí no hubo torturas, pero sí humillaciones y amenazas, por ejemplo, era habitual que dijeran que iban a fusilarnos”, apuntó.

Al cabo de unos días, fue alojada en la cárcel, donde se encontró, entre otras detenidas, a María Eugenia Saint Girons, la pareja de Feresín, que dio a luz en cautiverio. Había sido torturada estando embarazada y continuó la tortura enseguida después del parto, en el Hospital Militar, inclusive con amenazas contra Juan Emilio, su hijo recién nacido. “María Eugenia tuvo un cáncer que la llevó a la muerte producto de esas torturas. Ellos la asesinaron. Los que están acá también deberían ser imputados por su muerte”, reclamó.

Beatriz llegó a la unidad penal muy maltrecha, pesando 36 kilos y allí, extrañamente, comenzó a engordar. Tanto que sus verdugos se alarmaron y entonces recibió la visita un médico, cuyo nombre no supo, pero que describió como “acicalado, bien peinado, limpio y de buen aspecto”.

–El jefe quiere saber si estás embarazada, porque si es así tengo que llevarte a abortar –le dijo el hombre con un tono autoritario.

Ella se negó y el médico no volvió a aparecer.

Beatriz fue sometida a un consejo de guerra y condenada en esa parodia de juicio militar, junto con otras ocho personas, por el intento de copamiento del Regimiento de Concordia, donde los militares acusaban como “entregador” al conscripto Jorge Emilio Papetti, que había sido secuestrado y desaparecido.

Fuente: El Diario.