“Ellos eran los dueños de la vida de quienes estábamos ahí adentro”

29/10/2014

Juan Cruz Varela Los juicios por crímenes de lesa humanidad cometidos hace casi cuarenta años constituyen a esta altura no solo instancias de justicia, sino espacios para la construcción de verdad histórica y ámbitos de memoria, tanto para recordar hechos pasados como para transmitirlos a las nuevas generaciones. Los testimonios en primera persona se vuelven


Juan Cruz Varela

Los juicios por crímenes de lesa humanidad cometidos hace casi cuarenta años constituyen a esta altura no solo instancias de justicia, sino espacios para la construcción de verdad histórica y ámbitos de memoria, tanto para recordar hechos pasados como para transmitirlos a las nuevas generaciones.

Los testimonios en primera persona se vuelven entonces piezas fundamentales de esa memoria que quedó encerrada en el trauma de las víctimas.

De ahí las palabras de Rosario Badano en el final de su declaración: “Se nos cuestiona la memoria como si fuera repentina, pero a ellos lo que les preocupa es lo que denuncia nuestra memoria. La fuerza de la verdad en este juicio está en nuestro testimonio y nuestra memoria es cartográfica, está para reparar la justicia y para mantener vivos a nuestros muertos. Del otro lado hay un pacto de silencio que lleva a la impunidad”.

“No me puedo olvidar nunca de que fui detenida, de que fui apropiada durante seis años en los que no fui dueña de mi vida, en los que perdí mi condición de persona con derechos y en los que no tenía ningún tipo de libertad”, agregó Mariana Fumaneri, hablando en primera persona pero refiriéndose a una tragedia colectiva.

Ambas, Rosario y Mariana dejaron en claro que las experiencias que relatan como sobrevivientes de la dictadura forman parte de la descripción de prácticas de resistencia que se impusieron ante un sistema que pretendía su destrucción física y psicológica.

Tortura salvaje

Rosario Badano fue detenida el 24 de diciembre de 1975 por disposición del entonces juez federal Antonio Ernesto Pintos, que investigaba el homicidio de Jorge Cáceres Monié, ocurrido tres semanas antes en Villa Urquiza. Aunque un mes después el magistrado le dictó una falta de mérito y ordenó su liberación, la medida no se efectivizó. Rosario pasó a disposición del Poder Ejecutivo y fue alojada en la cárcel.

A pesar de esa situación de “ingenua protección” que significaba estar legalizada su detención en la unidad penal, entre agosto y octubre de 1976 Rosario permaneció unos setenta días, en dos períodos, en condición de desaparecida en una casita ubicada en cercanías de la Base Aérea.

El trato allí fue indecible; las torturas, horrorosas.

Tenía los ojos vendados, una mugrosa capucha le cubría la cara, estaba desnuda y estaqueada a una cama de flejes. En la crudeza del invierno, le arrojaron agua helada en el cuerpo, recibió golpes de puño, también con palos, la asfixiaron con una almohada casi hasta provocarle un paro cardíaco y le aplicaron pasajes de corriente eléctrica. “Esto era como una rutina”, señaló. Tal vez el extremo de la crueldad fue que hicieran que un perro salvaje se subiera encima de su cuerpo y que la atacaran insectos. No menos terrible era escuchar los gritos de sus compañeros en la tortura: “Era un dolor indescriptible”.

“Lo que pretendían con estos hechos era quebrar mi condición humana”, aseguró ayer ante una sala repleta y con gente en el hall de la Cámara Federal de Apelaciones, como en ninguna de las audiencias anteriores.

Durante diez días seguidos estuvo a merced de tres personas, entre las que “predominaba la voz de Ramiro”, un torturador que no ha sido identificado, aunque algunos ex detenidos señalan a Héctor Marino González (foto) como el dueño de ese apodo.

Luego fue trasladada a los cuarteles, donde le aplicaron “una pomada que borraba todas las quemaduras en 24 horas” y le dieron “una pastillita” que la hizo dormir un día entero. Allí estuvo cuarenta días en los que solo le permitieron bañarse dos veces con agua, sin jabón.

Volvió a la unidad penal y nueve días después fue nuevamente trasladada a otra casita, también cercana a la Base Aérea, pero distinta de la anterior. Hasta ahí llegó junto con Fernando Caviglia, ambos en el baúl de un Renault 12 y después de ser golpeados, sometidos a un simulacro de fusilamiento y amenazados en el trayecto.

“El segundo grupo de tareas tenía un tipo de tortura más indeterminada; eran más salvajes, ni esperaban una respuesta antes de golpear”, explicó. Rosario cree que sus torturadores en ese lugar eran policías, aunque no pudo identificar a nadie por haber estado vendada y encapuchada. Fue brutalmente torturada y golpeada durante treinta días antes de ser reintegrada a los cuarteles.

De visita en el cuartel

En el Escuadrón de Comunicaciones, Rosario fue interrogada por Jorge Humberto Appiani y obligada a firmar declaraciones cuyo contenido desconocía. “Me sacó varias veces al patio en los cuarteles, pero las entrevistas tenían más un objetivo de amedrentar que de obtener algún tipo de información”, expresó Rosario. “Siempre había una situación de amedrentamiento”, insistió.

–Ya sacamos en los diarios que te matamos; depende de nosotros –le dijo en una ocasión.

Según su descripción, Appiani utilizaba “un tono de voz amenazante, pero no incordial”.

Del mismo modo, fue interrogada en los cuarteles por Osvaldo Luis Conde, el oficial de la Policía Federal.

“En ese lugar, ellos eran los dueños de la situación, eran los dueños de la vida de todos los que estábamos ahí adentro”, aseguró.

En el mismo sentido, destacó que la directora de la cárcel, Rosa Susana Bidinost, “era funcional al aparato represivo” al permitir la salida de mujeres que estaban detenidas para que fueran torturadas, y agregó: “Bidinost era quien nos informaba que venían a buscarnos”.

De hecho, esas circunstancias quedaban asentadas en los registros del Servicio Penitenciario, con los nombres de las detenidas y de quienes las retiraban, la fecha en que eso sucedía y cuándo eran reingresadas a la unidad penal.

Un aroma en la tortura

También fue salvaje lo que le tocó vivir a Mariana Fumaneri, después que una patota de la Policía Federal la secuestró de su lugar de trabajo, el 21 de octubre de 1976. Tenía entonces 21 años.

Tras pasar diez horas en la delegación policial, fue trasladada a los cuarteles, donde le tomaron los datos y, una vez adentro, la encapucharon y trasladaron a un calabozo en el Escuadrón de Comunicaciones.

Varias veces la sacaron de ese lugar. En una ocasión la llevaron a la casita de la Base Aérea, la obligaron a desnudarse y la sometieron a un interrogatorio mediado por golpes en el rostro, amenazas, vejaciones y pasajes de corriente eléctrica. Estaba en todo momento encapuchada y esposada. “Fue un solo día, pero muy intenso”, aseguró sobre la tortura en ese lugar.

“Era la desnudez y el golpe; no les gustaba lo que decía y venía un golpe”, dijo.

En ese lugar, después de ser torturada, sintió la presencia de una persona que se le acercó, la tocó con la mano y, ante su quejido le respondió: “No tenés nada”. En ese momento pensó que era un médico, o al menos alguien que quiso revisar su estado. “Tenía un olor como a limpio, como si estuviera recién bañado”, recordó. “La casita no olía a nada o más bien había olor a adrenalina, a transpiración y a lo que uno hacía; el contraste que tenía esa persona era muy notable”, graficó.

Recién pudo ponerle nombre a esa persona estando en la cárcel de varones, adonde había sido llevada para que firmara una declaración, cuando Hugo Mario Moyano fue convocado para asistir a otra detenida que había sufrido una indisposición. “Era el mismo olor”, referenció.

Después fue alojada en la cárcel de mujeres. De allí fue retirada más de una vez por un oficial de la Policía de Entre Ríos que se identificó como Daniel Manuel Rodríguez, Pancita que le decían, aunque nunca llegó a verle la cara. Este hombre la trasladó a la unidad penal de varones, donde fue interrogada y golpeada; y luego también a un lugar que estima sería la Comisaría de El Brete, donde estuvo un fin de semana esposada y vendada con un pañuelo que le había colocado el mismo Rodríguez.

El fantasma de Ramiro

El final de la novena audiencia se vio sacudido por el dato que aportó Alejandro Richardet, otro sobreviviente de la dictadura, al ponerle nombre a Ramiro, esa voz ronca a la que varios presos políticos han señalado como una presencia permanente en la tortura.

A partir de ciertos datos que pudo reunir, Richardet llegó a la conclusión de que Ramiro podría ser Héctor Marino González, un represor que salió absuelto en el juicio por robo de bebés nacidos en el Hospital Militar de Paraná, pero fue condenado el año pasado en Rosario por secuestros, torturas y homicidios.

Richardet, detenido el 20 de abril de 1975, es decir, casi un año antes del golpe, explicó que cuando recuperó la libertad se le acercaron dos policías que pretendían “deslindar sus responsabilidades por las torturas” que habían sufrido su hermana Susana y otros compañeros. Uno de ellos, Luis Francisco Armocida, le dijo que Ramiro era un militar llamado “Héctor Constantino González” (sic), que había estudiado con él (Richardet) en el Liceo General Belgrano, en Santa Fe.

Eso le generó dudas. Ese González se llamaba Constantino Francisco y había sido jefe del Escuadrón de Comunicaciones del Ejército entre 1976 y 1977; pero quien había estudiado con Richardet era Héctor Marino González, cuyas características coincidían con la que dan las víctimas de Ramiro: voz ronca, baja estatura, morrudo.

Con estos datos, al final de la audiencia, el juez Leandro Ríos tomó nota y advirtió de ello a los fiscales Mario Silva y José Ignacio Candioti, para que analicen si corresponde avanzar en alguna imputación contra González.

Fuente: El Diario.