Un ex preso político ubicó al médico Moyano en la tortura

28/10/2014

Juan Cruz Varela Los verdugos no siempre vestían uniforme; o mejor dicho, no siempre vestían uniforme militar. Los había también de chaquetilla. Médicos que prestaban sus conocimientos para la tortura de presos políticos en los centros clandestinos de detención. Juan Cruz Varela Los verdugos no siempre vestían uniforme; o mejor dicho, no siempre vestían uniforme


Juan Cruz Varela

Los verdugos no siempre vestían uniforme; o mejor dicho, no siempre vestían uniforme militar. Los había también de chaquetilla. Médicos que prestaban sus conocimientos para la tortura de presos políticos en los centros clandestinos de detención.

Solo uno de ellos está entre los acusados de la megacausa Área Paraná, Hugo Mario Moyano, aunque se sabe de otros que han tenido que dar explicaciones en los tribunales entrerrianos por el rol que cumplieron durante la última dictadura cívico-militar. Tal vez el caso más resonante fue el de los médicos involucrados en el robo de bebés.

“¿Cómo puede ser que alguien que quiere ser médico, alguien que estudia para salvar vidas, participe de sesiones de tortura?”, se preguntaba ayer Juan Domingo Wursten, un ex detenido político que señaló a Moyano como la persona que lo revisaba mientras era sometido a pasajes de corriente eléctrica por su cuerpo en una casita ubicada en cercanías de la Base Aérea y el mismo que luego, ya en la unidad penal, se negó a darle atención a las graves lesiones que le quedaron por haber sido obligado a sentarse desnudo sobre un hormiguero.

Lo que dicen los sobrevivientes de la dictadura es que había médicos que asesoraban a los torturadores en la aplicación de la picana, fijando límites a los pasajes de corriente eléctrica para que los represores pudieran interrogarlos. Wursten, como otros, ha señalado a Moyano, pero hay algunos profesionales que todavía se mantienen en actividad, sin ser individualizados en las investigaciones judiciales, encubriéndose entre sí y eludiendo la condena social.

El grupo de tareas

Wursten fue privado de la libertad el 22 de agosto de 1976, el día anterior a cumplir los 25 años, cuando se presentó en los cuarteles del Ejército para tramitar una eximición del servicio militar, tras haber recibido la prórroga. De allí fue trasladado al Escuadrón de Comunicaciones y alojado en un calabozo donde había “un bolsito con cigarrillos, caramelos y ropa” que el sacerdote Julio Metz le había llevado a Victorio Coco Erbetta, según le dijeron otros detenidos.

A los pocos días, Wursten fue trasladado a la casita de la Base Aérea, a la que reconoció porque escuchaba el ruido de los aviones y una noche pudo divisar las balizas de la pista de aterrizaje. Allí fue desnudado, “estaqueado a una cama y esposado de las manos y las piernas”, quedó en estado de total indefensión y enseguida comenzó la tortura. Reconoció entre sus verdugos a una persona que se hacía llamar Ramiro, que era “el que manejaba todo el aparato de tortura, el que estaba a cargo, el que daba órdenes y el que venía con la gente que se encargaba de torturar”. También había una voz que luego identificaría como la de Jorge Humberto Appiani, estaba el policía federal Osvaldo Luis Conde y el médico Moyano.

“Cuando llegaban, empezaban los golpes y hacían las mismas preguntas de siempre; después me tiraban un trapo mojado sobre el cuerpo y me daban picana, había dos tipos de picana; y con los golpes se ensañaban. No era un solo tipo el que estaba ahí, era mucha gente. La corriente eléctrica la pasaban por todo el cuerpo, al recibir las descargas me levantaba en el aire del dolor y de la misma electricidad. Era infernal. En ese momento, uno prefería que lo mataran”, había declarado en el año 2009 y lo ratificó ayer.

Sin embargo, aseguró que “lo más terrible pasaba cuando no era torturado, porque escuchaba como torturaban a los compañeros, a las mujeres o escuchaba a criaturas que gritaban y lloraban”.

Además, mientras los detenidos no eran sometidos a torturas, había otro grupo que se encargaba de su custodia. Entre los guardias reconoció la voz de un vecino suyo en el barrio La Floresta, Oscar Ramón Obaid, al que llamaban Cacho o Turco. “Un día que esta gente (los guardias) estaba tomando, porque se sentía el olor a alcohol, dijeron: ‘Vamos a sacarlo un rato’. Estaba encapuchado y vendado, pero alcancé a ver el reflejo de la luz, me llevaron afuera y me hicieron sentar, desnudo, arriba de un montículo de tierra que resultó ser un hormiguero”, relató Wursten. Fue terrible. Los genitales les quedaron llagados, se infectaron y a los pocos días los tenía en carne viva.

A ese lugar lo llevaron “tres o cuatro veces”, entre agosto de 1976 y enero de 1977, cuando se le hizo un consejo de guerra en el que resultó condenado a 12 años y medio de prisión. Para ello se valieron de declaraciones que le hizo firmar Appiani bajo amenaza contra sus hijos. “Una vez quisieron que reconociera que era montonero, a lo que me negué, porque yo pertenecía al movimiento peronista”, dijo el ex detenido político. “Otra vez, estando en la cárcel, se presentó como ‘teniente Appiani’ para que firme un papel; venía con algunas personas del Ejército y otros de civil; como yo me negué a firmar, empezaron a golpearme, hasta que Appiani les dijo que pararan, que ya iba a firmar; y firmé”, agregó.

También señaló al director de la cárcel, José Anselmo Appelhans, por haber consentido los traslados de detenidos para ser sometidos a tortura, tal es así que esos movimientos desde la unidad penal hasta los “campos de concentración” eran realizados por agentes penitenciarios. “Appelhans sabía todo lo que pasaba en el penal”, dijo.

El doctor

Wursten aseguró que el médico Moyano estaba presente en la misma habitación cuando era torturado. Así lo denunció inclusive ante tribunales militares en 1976 y luego públicamente en enero de 1984, enseguida de su liberación.

Wursten tuvo varios encuentros con el médico mientras duró su cautiverio.

“En varias sesiones de tortura estuvo Moyano”, dijo el ex preso político sobre esos días de horror. “En el campo de concentración había un médico que hablaba mucho, era el que llevaba la voz cantante y daba indicaciones, tales como ‘a este dale más’ o ‘con este pará un poco, porque se va a ir’”, afirmó.

En una ocasión, mientras era sometido a tortura en la casita de la Base Aérea, sintió que alguien, a quien luego reconoció como Moyano, le colocaba un estetoscopio en el pecho. “Uno estaba en ese lugar, donde todo era una mugre, y cuando se acercaba esa voz que decía que había que parar, se le sentía el olor a limpio, a aseo”, refirió.

Ese mismo aroma y esa misma voz pudo percibirlos cuando los verdugos lo devolvieron a la cárcel. Ante el médico, en la enfermería, se quitó la ropa, le mostró las lesiones que tenía en los genitales y le pidió que anotara el estado en que se encontraba.

–Agradecé que estás vivo –fue la respuesta que le dio Moyano, sin prestarle ninguna atención.

Entonces Wursten se dio cuenta de que esa persona que tenía delante suyo, era el médico que lo había asistido en la tortura.

El derrotero de Wursten lo llevó por las cárceles de Gualeguaychú, Concepción del Uruguay, Caseros, Sierra Chica y La Plata. Volvió a Paraná en 1984, otra vez a la unidad penal. Previo a su liberación, volvió a presentarse en la enfermería y ahí seguía Moyano, a quien increpó diciéndole que había sido uno de sus torturadores. El médico ensayó una excusa, mintió que había ingresado seis meses antes al Servicio Penitenciario y Wursten lo denunció públicamente unos días después, ya liberado, en conferencia de prensa.

Una camilla y la fuga fraguada

En la audiencia de ayer también declaró Fernando Caviglia, otro ex detenido político, que fue secuestrado de la casa de sus padres el 16 de agosto de 1976, en un operativo con un gran despliegue militar en las calles adyacentes y que tuvo a varios familiares –incluido su hermano de 5 años– retenidos durante varias horas en la vivienda.

Caviglia fue alojado en el Escuadrón del Comunicaciones del Ejército y mencionó a Coco Erbetta como una de las personas que se encontraba en los calabozos. “El régimen era infrahumano, nos sacaban una vez por día al baño, había que hacer las necesidades en una bolsa de nylon que recién se llevaban al otro día; nos daban de comer un guiso que era pura grasa, sin cubiertos y había que comer con la lengua, como los perritos”, graficó.

Los calabozos tenían una puerta de hierro, con cinco agujeros que habían sido tapados con papeles del lado de afuera. Los detenidos políticos pinchaban esos papeles con una pajita para poder ver hacia el exterior. “Un día hubo un gran movimiento de médicos, enfermeros y vi pasar una camilla que llevaba un cadáver tapado con una sábana blanca. Después retiraron las pertenencias de Erbetta del calabozo donde estaba alojado e hicieron una farsa de fuga, muy burda, como para decir que Erbetta se había escapado”, reseñó.

Caviglia estuvo alrededor de cuarenta días en los cuarteles. Pero una vez fue retirado “vendado, encapuchado y esposado” a una dependencia cercana; en ese lugar fue golpeado e interrogado por una persona que se identificó como “teniente Appiani”, quien lo amenazó de muerte para que firmara una declaración que no le permitió leer.

Luego fue trasladado a la cárcel. Allí fue nuevamente interrogado y golpeado por Osvaldo Conde, oficial de la Policía Federal.

En otra ocasión fue retirado de la unidad penal y trasladado, junto con Rosario Badano, que estaba detenida en la cárcel de mujeres, primero a los cuarteles y luego a la casita de la Base Aérea. “Los traslados los hacía personal penitenciario, los autorizaban (Alfredo) Duré (fallecido) y (Ramón Oscar) Balcaza (fallecido)”, aseguró. Eran quienes secundaban al director de la unidad penal, José Anselmo Appelhans.

En el segundo trayecto, los verdugos se detuvieron varias veces para golpearlos, someterlos a un simulacro de fusilamiento y amenazarlos con aplicarles la ley de fuga. Una vez en la casa operativa, Caviglia fue golpeado por una persona que lo confundió con Claudio Fink; luego fue desnudado, atado de pies y manos a una cama, golpeado y picaneado. Según dijo, “había personal del Ejército, de la Policía Federal y de la Fuerza Aérea”, aunque aclaró que “el que hacía la guía de los interrogatorios era Appiani”.

–Bueno, dale, metele que me tengo que ir a pasear con los chicos –le dijo una voz gruesa, mientras le aplicaba la picana eléctrica y le citaba nombres que no conocía.
–Después de tratar de esta manera a una persona, ¿con qué cara te vas a enfrentar a tus hijos? –lo desafió Caviglia, totalmente indefenso, vendado y encapuchado en la parrilla.

Entonces esa voz, “que tenía un acento como aporteñado”, se le subió encima y comenzó a patearlo en todo el cuerpo hasta desmayarlo. Tanto que le desfiguró el rostro a golpes.

La patota policial

En la audiencia de ayer debía declarar también Víctor Rufino Arévalo, pero presentó un certificado médico y quedó eximido. Se trata de un ex detenido político que fue arrancado a golpes de su domicilio en el barrio San Agustín el 19 de octubre de 1976 por policías de la Comisaría Quinta de Paraná y entregado a los militares.

Arévalo pasó un mes en el Escuadrón de Comunicaciones del Ejército, aunque en ese tiempo fue trasladado en dos ocasiones a la casita ubicada en cercanías de la Base Aérea. Allí fue golpeado, sometido a torturas con picana eléctrica, submarino seco y simulacros de fusilamiento. Entre sus torturadores reconoció a alguien que luego identificaría como Appiani y a otro que se identificaba con el nombre de Ramiro.

Luego fue alojado en la unidad penal, sometido a un consejo de guerra y condenado con las declaraciones que se le atribuyeron falsamente y que debió firmar bajo amenaza de ser sometido nuevamente a torturas. Al lado de la suya, estaban las firmas de Appiani, el policía provincial Carlos Horacio Zapata y el militar Alberto Rivas.

Una familia perseguida

En el listado de los testigos que debían comparecer ayer también se había incluido a Noemí Benítez, a pesar de haber fallecido hace un año. El suyo es uno de los ejemplos de cómo los represores llevaron la persecución al extremo de encarcelar a toda una familia.

Su esposo, Selear Mechetti Martínez, había sido un reconocido periodista nacido en Paraguay pero que había trabajado para la agencia Telam en Entre Ríos y había sido también corresponsal en la guerra de Vietnam. Gustavo, uno de sus hijos, militaba en Montoneros cuando fue baleado y detenido en centros clandestinos de detención que manejaba Agustín Feced en Rosario.

Ella misma fue encarcelada en un operativo realizado por la Policía Federal en su casa de Paraná y alojada primero en la sede local de la delegación y luego derivada a la unidad penal, donde permaneció durante quince días en un zaguán, al cabo de los cuales fue interrogada por personas sin identificación que dijeron ser policías federales.

En una ocasión fue trasladada a la “casa del director”, en la unidad penal de varones, encapuchada y esposada, y obligada por Appiani a firmar una declaración bajo amenaza de tomar represalias contra la vida de Gustavo, su hijo, que en ese momento estaba detenido en la cárcel de Coronda. Basado en los dichos que había en esas actas, que también firmó Rivas, fue condenada a seis años de prisión en un consejo de guerra.

Fuente: El Diario.