Bidinost quedó complicada por facilitar las torturas a ex presas

24/10/2014

Juan Cruz Varela El periplo comenzaba con una detención ilegal, en general de noche, entre golpizas y capuchas; y seguía con el paso por casas de tortura, sedes policiales o centros clandestinos de detención donde se generalizaba la aplicación de tormentos. El traslado a una unidad penal era el último paso y suponía para los


Juan Cruz Varela

El periplo comenzaba con una detención ilegal, en general de noche, entre golpizas y capuchas; y seguía con el paso por casas de tortura, sedes policiales o centros clandestinos de detención donde se generalizaba la aplicación de tormentos. El traslado a una unidad penal era el último paso y suponía para los detenidos mayores posibilidades de sobrevivir, ello a pesar de que las cárceles reproducían la ilegalidad de los “chupaderos”.

Los detenidos políticos, hombres y mujeres, eran sometidos a interrogatorios bajo tormentos y a regímenes inhumanos de vida mientras estaban en cautiverio. Pero esas condiciones también las padecían aquellos que habían sido de alguna manera legalizados mediante su alojamiento en unidades penales.

“Susana Bidinost, la directora de la unidad penal, era la persona que nos entregaba, era quien abría y cerraba la puerta de la cárcel, previo a que nos vendaran, encapucharan y llevaran a torturar; y era quien nos recibía cuando volvíamos hechas una piltrafa”, reseñó Oliva Cáceres, ex detenida política, en la audiencia de ratificación de sus testimoniales, en el juicio escrito bajo el cual se tramita la denominada megacausa Área Paraná.

Rosa Susana Bidinost es una las ocho imputadas en la causa y ayer, como en las audiencias anteriores, prefirió evitar la exposición en la comodidad de su casa de Gualeguaychú, donde cumple arresto domiciliario.

Bidinost, de 73 años, fue directora de la Unidad Penal Número 6 de Paraná entre el 1 de junio y el 4 de octubre de 1976 y fue un instrumento clave que permitió que varias de las mujeres detenidas fueran tomadas como rehenes por los represores, sea por su compromiso social y político o por el hecho de ser hermanas, madres, esposas, compañeras e hijas. Les achacaba el régimen haber abandonado su rol “natural” y les imponía como castigo el maltrato, el ultraje, la vejación del cuerpo femenino.

Carcelera

Oliva Cáceres fue secuestrada el mismo día del golpe de su casa de Diamante por policías y militares encabezados por Carlos María Cerrillos (fallecido). Su esposo, Jorge Taleb, ya estaba detenido desde junio del año anterior. Primero fue trasladada a la Jefatura Departamental de Policía y luego, encapuchada y esposada, al Escuadrón de Comunicaciones del Ejército, en Paraná, junto con otros detenidos, atados entre sí, en un camión militar.

Después de pasar varios días aislada, sin atención médica, sometida a amenazas permanentes y a un trato “salvaje”, fue ingresada a la cárcel de mujeres, donde quedó alojada en un pabellón exclusivo para presas políticas, separado del resto de las internas.

A pesar de estar legalizada, fue sacada “varias veces” para tortura. Según dijo, una vez fue convocada a la oficina de Bidinost, donde la estaban esperando policías y militares que le dijeron que se colocara una capucha. “Entonces la miro a Susana (Bidinost), le pregunto qué pasaba y ella me dijo que habían venido a buscarme, se dio media vuelta y se fue. Evidentemente no tenía una respuesta para darme”, recordó. Quienes la llevaron eran el agente penitenciario Ramón Oscar Balcaza (fallecido) y una persona que se hacía llamar Ramiro, que es el apodo que utilizaba un feroz torturador que no ha podido ser identificado. “No sé si preguntó por mí (en ese tiempo), pero sí me vio cuando volví, que estaba lastimada, ultrajada, quemada”, agregó Oliva, recordando a Bidinost.

En esos días habría estado primero en los cuarteles y después en un lugar cercano que definió como “una tapera”, que sería una vieja casona ubicada en Lebensohn y Don Uva, en medio de un imponente parque, con árboles añosos, que tenía una galería externa con pisos con baldosas rojizas. Allí la golpearon, la insultaron, la desnudaron y la ataron de pies y manos a un camastro de hierro y le aplicaron picana eléctrica. Entre sus verdugos reconoció la voz de Ramiro. En el mismo lugar estaba su padre, que fue obligado a presenciar su tortura, previo a que ella misma debiera ver cuando lo sometían a él. “En la tortura te ponen una arpillera mojada para que la corriente sea en serio; y eso deja marcas”, graficó.

“Siempre decían que eso me pasaba por culpa de mi marido”, dijo ante el juez Leandro Ríos, que lleva adelante el juicio escrito.

Luego fue devuelta a la cárcel, pero como incomunicada, y fue retirada otras dos veces para ser torturada en los cuarteles.

Si bien dijo no haber recibido atención, Oliva dijo estar segura de que una persona con conocimientos médicos participaba de las sesiones de tortura. “No sé si había un médico, pero sí había alguien que alertaba a los otros cuando el pulso se aceleraba y entonces uno podía quedarse seco”, acotó.

También en la cárcel pidió varias veces ser revisada por los médicos Hugo Mario Moyano, imputado en la causa, y Guillermo Riolo. “Ellos atendían en la cárcel y sabían lo que pasaba porque las enfermeras anotaban (el estado de las detenidas), nos daban cremita para las lastimaduras, desinfectante y nos recomendaban lavar las heridas con agua y jabón; pero ellos nunca revisaban las torturas”, remarcó. “Una vez, al volver de la tortura, Riolo me vio de costadito y dijo: ‘Qué se bañe, después la veo’”, recordó.

Voces que no se olvidan

Oliva también fue sometida a un consejo de guerra y condenada a seis años y medio de prisión, para lo cual se utilizó una declaración que le hicieron firmar en la “casa del director”, estando encapuchada. “Me dijeron que firmara o me hacían lo mismo que antes”, dijo en referencia a las torturas.

Allí identificó “por el timbre de voz” a alguien que cree es Jorge Humberto Appiani, a quien conocería luego en la cárcel, cuando le proporcionó un listado de nombres para que eligiera a quien sería su defensor, presentándose con su nombre y cargo.

En ese sentido, explicó que la cárcel le permitió “desarrollar mucho todos los sentidos: las voces, el sonido de los grillos, el ruido de la picana o el olor de la mugre son cosas que no se olvidan. La voz de Ramiro, como la de Appiani, están acá”, dijo tocándose la cabeza.

Sobre el consejo de guerra, dijo que “estaba armado”, que era “una gran puesta en escena” y cuestionó que Appiani pretendiera imponer preguntas al respecto, siendo que esa parodia de juicio “fue anulada por el mismo Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas por las fallas garrafales de procedimiento que tenía; este hombre ni siquiera reconoce que lo que se hizo acá estuvo mal hecho”, sentenció.

“Era todo muy sádico”

“No fui violada, pero sí fui víctima de abusos. Era todo muy sádico. Me pusieron la picana eléctrica en la vagina y en los pechos y recibí una golpiza…”. Hilda Susana Richardet, otra ex presa política que dio testimonio en el juicio escrito, detalló los niveles de violencia y deshumanización que pretendió imponer la dictadura a las mujeres por el solo hecho de serlo.

Hilda fue detenida en su lugar de trabajo, en Diamante, el 6 de diciembre de 1976, por un grupo de personas entre quienes se encontraba uno que luego reconocería en la tortura y que se hacía llamar Ramiro y el policía provincial Luis Francisco Armocida.

Primero estuvo en la Jefatura Departamental y luego fue trasladada a Paraná, a una casa de torturas, donde fue obligada a desnudarse, atada de pies y manos a una cama con parrilla de metal, golpeada y torturada con picana eléctrica. “A esta hay que darle más porque es de las duras”, le decían los verdugos.

La voz de Ramiro estaba siempre presente en la tortura.

“Después me llevaron a un cuarto por el que evidentemente habían pasado otras personas, por los olores y rastros que había; en un momento entró un hombre que me enfocaba con una luz a la cara mientras me pedía que no lo mirara. Esa persona parecía tener conocimientos médicos porque me pidió que le muestre las heridas y me dijo que si salía de esta, me hiciera ver los pechos porque podría tener problemas con el tiempo”, relató. “Yo le pedí agua, pero me dijo que no podía darme porque estaba muy cargada”, acotó.

Más tarde, en un calabozo, se le presentó un hombre al que solo le vio los borceguíes, que le levantó la capucha y le dijo:

–¿Qué hacés acá, Colorada?

Después escuchó el sonido de una máquina de escribir y a varias personas reírse y burlarse de ella mientras armaban la declaración que luego se presentarían en el consejo de guerra.

–¿Y a esta pelotuda qué nombre de guerra le ponemos? –preguntó alguien.
–Y, ponele Colorada –le contestó otro.

Según dijo, ninguno de los dos tenía acento entrerriano. “Parecían porteños o rosarinos”.
Ya en la unidad penal fue atendida por el médico Hugo Moyano.

–¿Qué tenés? –le preguntó.
–Picana –contestó ella, escuetamente, mostrándole una especie de “rayones, como arañazos, en los pechos, en los brazos y moretones” que le habían quedado como secuelas de la tortura.
–Ah, no es nada, está todo bien –fue la respuesta que le dio el médico con absoluto desdén y, por supuesto, sin denunciar lo que acababa de ver.

También a la unidad penal fue a verla Appiani, acompañado de Ramiro, con una lista de nombres para que eligiera a su defensor en el consejo de guerra. De ahí cree haberlo reconocido como la voz que oyó cuando le pusieron una pistola en la cabeza y la amenazaron para que firmara una declaración en la “casa del director”.

Un parto entre militares

Ayer también debía dar testimonio Cristela Godoy, ex presa política, pero no lo hizo por razones de salud, según se consignó en un informe presentado al juez por los programas de asistencia y acompañamiento a las víctimas de la dictadura.

Cristela fue detenida ilegalmente el 16 de agosto de 1976. Estaba embarazada de cinco meses cuando una patota la secuestró de su domicilio en Paraná. Fue trasladada encapuchada a los cuarteles, descendida por la fuerza, cargada por uno de sus captores en los hombros y llevada a una pequeña habitación.

Luego fue desnudada para corroborar su estado de embarazo, después de un rato, vestida y alojada en un calabozo con otra mujer, aunque al rato ingresaron otras cuatro detenidas políticas que venían de ser torturadas.

Al cabo de tres semanas fue trasladada a la cárcel de mujeres, primero como incomunicada y luego alojada en el pabellón de las presas políticas. Allí fue obligada a firmar una declaración cuyo contenido desconocía –que también suscribió el militar Alberto Rivas– y que se utilizaría en un consejo de guerra para fundamentar su condena a 15 años de prisión.

Su hijo nació el 18 de diciembre en el Hospital San Roque, entre médicos y militares.

Fuente: El Diario.