“Qué macabro pacto tienen para no permitir cerrar una historia”
17/10/2014
Juan Cruz Varela Juan Cruz Varela La última dictadura cívico-militar hizo una exaltación de la cultura de la muerte y llevó el odio más allá, hasta la desaparición física, apropiándose también del derecho de los muertos. La vigencia de la figura del desaparecido es una parte del drama argentino que no cesará hasta que se
Juan Cruz Varela
La última dictadura cívico-militar hizo una exaltación de la cultura de la muerte y llevó el odio más allá, hasta la desaparición física, apropiándose también del derecho de los muertos. La vigencia de la figura del desaparecido es una parte del drama argentino que no cesará hasta que se sincere la verdad sobre el destino final de esos cuerpos. Tal vez la justicia ayude en parte a mitigar ese dolor. Y la memoria, sin dudas, a mantener en alto los valores de las víctimas. Mientras tanto, sin poder enterrar a sus muertos, las heridas de miles de familias permanecen abiertas.
El testimonio de Álvaro Piérola en el juicio escrito por los crímenes de lesa humanidad cometidos en la denominada Área Paraná estuvo atravesado por ese reclamo: dónde está Victorio Coco Erbetta, dónde está Claudio Fink, dónde está Pedro Sobko; en qué lugar del cementerio municipal de Paraná fueron inhumados los restos de Carlos Fernández, enterrado con Juan Alberto Osuna, Beto, que pudo ser identificado por el Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF) en 2007. Dónde están.
“Esta gente sabe dónde están los desparecidos. ¿Qué macabro pacto tienen para no permitirles a los familiares cerrar su historia? La sociedad ya los juzgó y los condenó, sólo falta que lo haga la justicia. Entonces, que digan cuál es la verdad, que digan dónde están”, exclamó Piérola, poniendo en palabras esa imperiosa y tan humana necesidad de los familiares de enterrar a sus muertos.
Complicados
Dos ex presos políticos hicieron la ratificación de declaraciones en la segunda audiencia de testimoniales en la megacausa Área Paraná, donde se investigan los crímenes de lesa humanidad cometidos durante la última dictadura cívico-militar.
Otra vez, como ocurriera la semana pasada, solo dos de los ocho imputados estuvieron presentes en la sala, el militar y abogado Jorge Humberto Appiani, que ejerce su autodefensa “por autorización de la Cámara Federal de Apelaciones”, como se encargó de aclarar el juez Leandro Ríos, y el policía federal Cosme Ignacio Marino Demonte. Los otros estuvieron representados por sus abogados, pero prefirieron no moverse de los lugares donde cumplen arresto domiciliario.
Alicia Ángela Ferrer y Álvaro Piérola, ex presos políticos, dieron detalles de la violencia física y psicológica a que fueron sometidos durante su secuestro y posterior cautiverio en el centro clandestino de detención que funcionó en los cuarteles del Ejército, dijeron haber estado allí con Erbetta –que permanece desaparecido– y comprometieron seriamente a los represores Appiani y Hugo Moyano, el único civil imputado.
Militante
La de Alicia Ferrer fue la novena declaración por los hechos que sufrió durante la dictadura. “Trabajaba, estudiaba y militaba”, contó ante el juez Ríos.
Fue secuestrada el 21 de agosto de 1976, mientras cursaba el tercer mes de embarazo; fue encapuchada, golpeada con armas y amenazada en su domicilio. Luego fue interrogada en la sede de la Policía Federal mientras era golpeada con armas y bolsas de arena, sobre todo en la cabeza y en el vientre, fue azotada contra una pared y amenazada con causarle un aborto. Al cabo de un rato, volvieron a encapucharla, la colocaron en el baúl de un auto y la llevaron a los cuarteles del Ejército. Dijo que “en ese lugar había muchas personas detenidas”, entre las que recordó a Erbetta, Julia Leones y Cristela Godoy.
Soportó dos interrogatorios, vejámenes y amenazas permanentes antes de ser alojada en la cárcel de mujeres, veinte días después.
Al cabo de unos días, después de soportar intensos dolores y sufrir pérdidas de sangre, fue trasladada en medio de un impresionante operativo policial al Hospital San Martín, donde se constató que había perdido su embarazo.
De vuelta en la cárcel, el jefe de la Policía Federal, Osvaldo Luis Conde (fallecido), la obligó a firmar una declaración, que no le permitió leer. En los días posteriores fue trasladada otras dos veces a los cuarteles para ser interrogada por un grupo de personas, entre las que luego reconocería a Appiani, cuando escuchó su voz y pudo verlo en el consejo de guerra en el que se le impuso una condena de 19 años de prisión.
Ahí, en el consejo de guerra, volvió a ver a Moyano, el médico al que conocía del Hospital San Martín, donde ella trabajaba como administrativa y el médico ejercía como otorrinolaringólogo. No sabe si “como observador o como parte” de ese circo, pero asegura que “fue un asombro que estuviera ahí porque a una instancia como esa no accedía cualquiera”, dejando entrever la complicidad del profesional con la represión ilegal.
Una familia perseguida
La familia Piérola es tal vez una muestra de (casi todas) las tragedias de la dictadura. Álvaro estuvo detenido ilegalmente; Fernando fue fusilado en la Masacre de Margarita Belén, María Luz tenía 17 años cuando fue secuestrada, torturada y violada en centros clandestinos de detención; y Gustavo hizo primero un exilio interno que luego lo llevó por casi seis años a refugiarse en Brasil.
Una patota del Ejército y de la Policía Federal secuestró a Álvaro el 21 de agosto de 1976. Primero lo llevaron hasta la casa de sus padres, Amanda Mayor y Héctor Piérola, donde lo esperaban Conde y el jefe de la represión en la provincia, Juan Carlos Trimarco. Allí lo golpearon, lo arrojaron al piso y el policía le gatilló un arma en la cabeza. Querían saber dónde estaba Fernando.
Lo que siguió fueron cuarenta días de detención ilegal, primero en el Escuadrón de Comunicaciones del Ejército y luego en la unidad penal.
Las condiciones de detención en los cuarteles eran inhumanas: una veintena de detenidos estaban alojados en calabozos de unos 2,50 metros de altura, 1,20 metros de ancho y 2,50 metros de fondo. Adelante tenían una puerta metálica, con un cerrojo y un candado en el exterior, con seis pequeños agujeros en el medio para que entraran luz y aire, aunque estaban tapados con un papel o cartón. En la parte opuesta, a pocos centímetros del techo, había una pequeña ventanita con rejas que de día dejaba pasar la luz, pero en invierno o cuando llovía se transformaba en otro elemento de tortura. El piso era de baldosas coloradas y las viejas paredes estaban derruidas por la humedad. Allí, los detenidos solo tenían una especie de finísimo colchón de paja.
Al otro día de llegar a los cuarteles, Piérola comenzó a escuchar voces de otras personas que también estaban secuestradas.
–Anoche hubo movimiento. ¿Entró alguien nuevo? –escuchó.
–Álvaro, Álvaro Piérola –respondió enseguida.
–Yo soy Coco –le dijo la misma voz.
–¿Coco? –preguntó y se preguntó.
–Erbetta.
Piérola lo conocía porque habían sido compañeros de la escuela secundaria.
“Me contó que estaba nervioso. Que lo habían golpeado, que todavía no había declarado, pero tenía la tranquilidad de que (el arzobispo de Paraná y vicario castrense, Adolfo) Tortolo podría ayudarlo”, dijo ayer ante el juez Ríos.
Fue el único diálogo que mantuvieron porque al día siguiente desapareció. “Una noche se escuchó un revuelo porque estaban sacando gente. Después hubo un silencio, al tiempo se escuchó que volvieron y hubo una convulsión”, recordó. También dijo haber visto algo que parecía ser una camilla por los pasillos donde estaban los calabozos. “Esa noche empezó a circular el comentario sobre lo que había pasado en la salida que llevaron a Coco. Decían que sacaron gente en un vehículo, que luego frenaron sobre las vías, alguien que gritaba ‘se escapa, se escapa’ y se escucharon tiros”, recordó. Erbetta permanece desaparecido.
Coco, presente
Silvia es hermana de Victorio Erbetta. A cada audiencia llega con la foto de Coco pegada al pecho, como del pecho le sale el llanto de emoción cuando alguien lo recuerda por sus valores y de bronca por la incertidumbre sobre el destino de sus restos.
Victorio Erbetta fue secuestrado el 16 de agosto de 1976 del edificio donde actualmente funciona la Facultad de Ciencias Económicas. Tres personas vestidas de civil, una de ellas se sabe que es Demonte, se lo llevaron esposado en un auto no identificable.
“Es muy fuerte tener a mi mamá de 88 años que está esperando que esta causa se cierre y que estos genocidas nos digan dónde está el cuerpo de mi hermano. Eso es lo que realmente estamos esperando”, señaló tras la audiencia de ayer.
Para Silvia, “la justicia se ha dilatado bastante” en dar una respuesta a los familiares de las víctimas y por eso espera “que ya se termine este juicio, que haya una sentencia, que los genocidas vayan a la cárcel y que podamos saber dónde están los restos de mi hermano”.
Fuente: El Diario.