Los brulotes del príncipe Carubia

11/06/2015

Jorge Riani (*) Un escándalo es un hecho lamentable suficientemente repudiable y suficientemente promocionado como para generar un reproche general. El escándalo genera sensaciones diversas que confluyen todas ellas en una sola sensación. Precisamente una sensación de escándalo. Como ingredientes, el escándalo tiene algo de vergüenza colectiva, mucho de indignación, un toque de repugnancia, cierta


Jorge Riani (*)

Un escándalo es un hecho lamentable suficientemente repudiable y suficientemente promocionado como para generar un reproche general. El escándalo genera sensaciones diversas que confluyen todas ellas en una sola sensación. Precisamente una sensación de escándalo. Como ingredientes, el escándalo tiene algo de vergüenza colectiva, mucho de indignación, un toque de repugnancia, cierta dosis de desconcierto, alguna pizca de inquietante estupefacción.

Sin exposición pública no hay escándalo. Un hecho que no se ventila, por miserable que fuere, no es un escándalo. Si el fallo de los jueces Horacio Piombo y Benjamín Sal Llargués –donde centran la atención en la condición gay y de travesti de un niño violado– no hubiese tenido la repercusión, y tras ella el repudio generalizado, no sería un escándalo. Sería nada más (ni nada menos) que un fallo miserable.

Al reciente fallo en posición minoritaria del vocal del Superior Tribunal de Justicia (STJ) Daniel Carubia le faltó publicidad para convertirse en escándalo. Nos referimos a los fundamentos del rechazo de la impugnación extraordinaria interpuesta por la defensa del sacerdote católico y ex prefecto del Seminario Menor de Paraná, Justo José Ilarraz, en la causa que se le sigue por el delito de promoción a la corrupción agravada.

Carubia dice que la causa judicial iniciada por los abusos que cometió el cura Justo José Ilarraz contra sus alumnos adolescentes está prescripta. Si el juez cree eso y funda en razones jurídicas su voto, está muy bien que lo diga. Es justo que responda a su conciencia y obligatorio que fundamente su decisión.

El problema no es que haya dicho un aquí-se-cierra-el-caso, aunque esa decisión no deje conformes a las víctimas, a los querellantes, a los defensores de derechos humanos, a esta revista que destapó el caso, a gran parte de la sociedad. Se puede entender claramente que el juez no está para agradar, ni para jugar para la tribuna, ni para quedar bien. Así debe ser.

Los otros dos vocales del STJ que también entendieron en el caso resolvieron de modo contrario y sentaron sendas decisiones en argumentos jurídicos. Acá también corre aquello de que a quienes no les gustan sus resoluciones deben respetar siempre que lo resuelto se ajuste a derecho, sea argumentado y haya surgido de la libre conciencia de sus autores.

Para Carlos Chiara Díaz y Claudia Mizawak, el caso debe seguir siendo investigado. Con el mismo criterio con que dijimos lo anterior, podemos decir aquí: poco importa si los votos de estos dos jueces nos dejan conformes –como nos dejan– a esta revista, a las víctimas, a los querellantes, a los defensores de derechos humanos y a cuanto ciudadano de a pie sueñe con que la impunidad no venza otra vez.

Cuando se repasan los textos de Chiara Diaz y Mizawak no se topa uno con un panfleto anticlerical, ni con un libelo vengativo, ni con una circular condenatoria al imputado. No. Es un texto que se sienta sobre bases jurídicas, sobre doctrina, sobre leyes, sobre pronunciamientos de juristas y también sobre el margen de interpretación de sus autores.

De modo que nadie debe asustarse de que en esta república una sentencia exhiba la diferencia de criterios entre sus integrantes colegiados. Eso es normal y seguramente saludable.

Así que no debe asustar que Carubia vote como votó. Lo que sí asusta es ver que el juez comete un exabrupto tras otro, un insulto tras otro. Entonces no se puede decir que la fundamentación de Carubia no es un panfleto. Porque sí lo es. Es un panfleto venenoso.

No le costaría mucho trabajo a los analistas del discurso advertir que el juez tiene un encono por las víctimas, por los periodistas que denunciaron el caso, por los violados, por los ofendidos, por los que acuden a él para que reparen en parte el daño que le hicieron a sus vidas.

Carubia odia a las víctimas. Trata a aquellos niños violados como unos aprovechadores, sin desconocer que hasta la Iglesia Católica, en sus máximas autoridades de hoy, admiten que hubo violaciones sexuales sistemáticas y seriales de niños.

Es verdaderamente sorprendente advertir el reproche a las víctimas, no al violador, no al abusador, no al corruptor, no al aprovechador, no al violento, no al arbitrario, no al opresor, no al sometedor, no al corrupto, no al perverso, no al degenerado. No, para ellos Carubia no tiene reproches cómo sí tiene para sus víctimas.

Carubia defiende a Ilarraz como nadie lo ha defendido. Ni siquiera sus abogados, es decir, su defensa técnica que hasta ahora sólo ha buscado formalismos y tecnicismos para evitar que Ilarraz sea sentado en el banquillo de los acusados a dar respuestas por lo que se lo acusa.

Es Daniel Omar Carubia, juez de la corte suprema entrerriana, quien ha puesto letra y argumentos a la defensa del cura abusador. Y lo hace atacando e insultando a las víctimas.

Y para darse el gusto de insultar a las víctimas, Carubia se sale de eje, de tema, de la ratio –dicen los abogados–, es decir, de la cuestión que debía resolver, para hacer consideraciones desubicadas sobre intenciones ocultas de los denunciantes, conjuras de la prensa y algunas otras lecturas disparatadas.

En una muestra de grosera perversidad, el texto de Carubia tilda de “tendenciosas” las denuncias tanto periodísticas como judiciales, pero no profundiza sobre la cuestión.

“Es dable recordar el permanente despliegue mediático –no despojado de tendencia– que ha concitado esta causa desde su génesis y hasta la actualidad”, dice el juez de la STJ.

¿Le parece poca cosa a Carubia la violación de niños internados en un seminario católico como para que tenga “despliegue mediático”? Quizás para él eso no amerita interés de la prensa. En tal caso debe decirlo sin medias palabras.

¿Cuál es la tendencia que le preocupa a Carubia? ¿Qué no le gusta de la prensa? Además, ¿está Carubia en este caso para cuestionar a la prensa o está para resolver sobre la prescripción de la causa? Incluso no sobre la prescripción, sino sobre un fallo que dijo que el caso no prescribió.

Carubia se mete con cosas que no son de su competencia ni están en el expediente. Entonces se atribuye facultades de opinar sobre asuntos que no están en su escritorio para ser resueltas.

Y si fuera de su competencia juzgar el accionar de la prensa en el “Caso Ilarraz”, el doctor Carubia cae –ora por arbitrariedad, ora por pereza– en no justificar sus dichos. Simplemente le parece “tendencioso” algo y con ello va su carga despectiva sin tomarse el trabajo de profundizar en sus dichos.

Una cosa importante: a Análisis no le importa lo que Carubia piensa de la prensa en general o de la revista en particular, del mismo modo que no le importa si prefiere para la cena de esta noche arroz con pollo o fideos con manteca. No le importa qué marca de calzados prefiere, ni qué programa de televisión mira. No le importa si duerme la siesta, ni con quién se acuesta.

Lo que preocupa a cualquier ciudadano común es que un juez maltrate en su fallo a las víctimas de crímenes aberrantes. Y en una muestra de tolerancia extrema podríamos decir que no preocupa su falta de sensibilidad (“es necesario reflexionar que no puede el juez tornarse permeable al pulso de las emociones”, Carubia dixit), sino la antojadiza interpretación de gestos, actitudes y supuestas intencionalidades que él ve en los denunciantes.

Porque para Carubia hay intenciones ocultas en los niños violados, hoy hombres que buscan justicia donde debe buscársela, no en la venganza sino en lo que debe ser el templo de la ley. Según este juez, los justiciables están por la reparación económica y no por la justicia.

Cuesta mucho escribirlo incluso de tan vil que suenan las palabras del magistrado.

En la más indigerible parrafada de Carubia se dice esto: “Es cierto que ha habido un auge de investigaciones instadas por la propia Iglesia que procura obtener el esclarecimiento de hechos como el presente y el consiguiente saneamiento de la institución a este respecto (proponiendo inclusive hacerse cargo de las reparaciones pecuniarias por el daño causado) y ciertamente cabe preguntarse si no será ese el motor que reavivó la memoria, expurgó los miedos, hizo desaparecer los invocados impedimentos y allanó el camino del acceso a la justicia –el que nunca antes se intentó recorrer–, constituyendo, en definitiva, el motivo impulsor de la pretensión de desdeñar principios esenciales del derecho punitivo del Estado de Derecho, relativizando el principio de legalidad y desconociendo la irretroactividad de la ley penal y la prohibición de analogía que emergen y sustentan a aquél”.

¿Qué se puede decir de éste brulote? Varias cosas.

1)- Que es una aventura del juez que no la fundamenta y por eso la envasa en el formato de pregunta. “Cabe preguntarse”, dice antes de lanzar su exabrupto de pensar en intenciones oscuras por parte de los niños violados.

2)- Carubia no tiene que resolver la cuestión de fondo, sino que tiene que entender sobre una apelación planteada por la defensa, cuando se encontraron –defensa y defendido– con una sentencia que indicaba que el caso no estaba prescripto.

3)- Lo que el juez aventura, indagando vaya a saber en qué oscuro recodo de su pensamiento, no está en el expediente siquiera, y para desprestigiar a los denunciantes hace alusión a la nota de un sitio digital –una nota sobre millares del tema– que ni siquiera corresponde a Análisis, que denunció el caso a partir de lo cual lo toma la Justicia, ni ninguno de los diarios de alcance nacional, como La Nación, Clarín, Página/12, Perfil o diarios y revistas del extranjero. Sino que para aventurar semejante conclusión echa mano a un sitio digital local donde sí se aventura sobre los alcances de las indemnizaciones que la Iglesia tendría que llegar a afrontar para resarcir, si es que se puede, a las víctimas.

4)- Ningún denunciante habló jamás de dinero, ni de resarcimiento económico.

5)- Y si lo hubiesen hecho, ¿qué pasa? Es decir, las víctimas no hablaron de plata, pero qué hay de malo si lo hicieran.

Pero no. Para Carubia el problema es ese y no que Justo José Ilarraz sea un violador serial, un corruptor de menores, un abusador solapado que violó a los niños que le fueron dados en tutela, valiéndose de la confianza de sus familias, de la Iglesia y de la fe de medio planeta.

Carubia no reprende al pederasta como sí lo hace con los abusados.

De Carubia siempre supimos que es un juez al que le gusta el calor del poder, un amigo de los gobiernos, pero no que era un exponente de lo más recalcitrante, no ya de la Iglesia, sino de las hordas sectarias dentro de la Iglesia.

Carubia habla con el mismo lenguaje con que hablaron Tortolo, Von Wernich, Ezcurra. Pero no lo hace por una cuestión ideológica con que sí lo hacían estos exponentes del clericalismo ultramontano y güelfo.

Una serie de consultas en los tribunales –no decimos quiénes son las fuentes, pero sí decimos quiénes no lo fueron: ninguno de los restantes vocales del STJ– dan cuenta de que no hay sorpresa en la resolución de Carubia. Porque Carubia vota siempre en contra de lo que vota su par Carlos Chiara Díaz, según las versiones recogidas por esta revista. Esto es lo que circula con insistencia en el edificio central del Poder Judicial. Si es así, es grave. Algunas fuentes consultadas se permiten recitar de memoria las causas en las que Carubia fundamentó en disidencia con Chiara Díaz. Sería grave si así fuera. Sería digno de El Príncipe.

Es probable que Carubia se sienta ahora ofendido por esta nota, y que lo diga en un próximo fallo o que pretenda querellar para vindicarse. No importa. Que lo haga. Diremos lo nuestro igualmente.

La seguidilla de brulotes en el escrito de Carubia continúa cuando el vocal les recuerda a las víctimas que hace mucho han dejado de ser niños. Escribe: “Los otrora niños que denunciaron en el curso del año 2012 ante la justicia los hechos que se describen, habrían sufrido todos los abusos allí relacionados entre el año 1988 y mediados de 1992 y, aunque se insista desde los órganos de acusación –pública y privada– en la existencia de supuestos impedimentos para acceder a la justicia en razón de la corta edad de las víctimas, la situación de encontrase sometidos a un régimen férreo y verticalizado rigor disciplinario, la circunstancia de tratarse de niños de zonas rurales alejados de sus familias y afectos e imposibilitados de poder reaccionar adecuada y oportunamente, haciendo conocer los hechos para poder obtener un debido asesoramiento y acceder así a la justicia; aparecen todos ellos como argumentos meramente dialécticos…”.

En las palabras del propio juez asoman las condiciones por las que los niños no pudieron denunciar lo que les hacía el cura Ilarraz. Sin embargo, para el juez eso es pura dialéctica. Y ahí termina el asunto.

Olvida Daniel Carubia que los niños tenían 12, 13, 14, 15 años y que les fue impuesta la obligación de secreto. Y que un crimen de la naturaleza al que fueron expuestos daña de tal forma que muchas víctimas nunca llegan a decir palabra alguna. Sobre eso se escribió mucho, se dijo mucho, y uno está tentado en decir que Carubia no se enteró.

En su texto, en sus fundamentos, aparecen frases fuertes tomadas de los testimonios. Durísimos testimonios contados en primera persona que incluso Carubia transcribe para luego lanzar sus dardos contra los niños violados.

(*) Nota publicada en la edición de Análisis del 28 de mayo.